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blog de cuentos de Alejandro Dinamarca

14.5.08

Entierro (cuento)

Morir, dormir... Nada más; y decir así que con un sueño damos fin a las llagas del corazón y a todos los males, herencia de la carne, y decir: ven, consumación, yo te deseo.

William Shakespeare



Sentís el peso de la tierra sobre tus huesos. No es mucho. “Ahora los entierran bajito —decía la vecina—, para que se pudran más rápido”.
Sabías que algún día iba a ocurrir. Esa molestia permanente en el costado izquierdo, el brazo siempre dormido. Pará un poco, te decían. Bajá un cambio.
Te enfriaste. Hace un ratito, un calor insoportable. Y ahora un poquito de sol, una frazadita, no te vendrían nada mal. Frío, tenés frío, sí.
Tratás de acordarte cómo pasó. Las cosas iban bien. Aparentemente. Te esforzaste mucho en sacar todo el trabajo antes de fin de año, sí señor: querías tener unas vacaciones en paz.
“Requiescat in pace” te dijo el flaco Walter. ¡Pájaro de mal agüero, justo venir a encontrarlo antes de las vacaciones! Mirá que hay formas de desearte un buen descanso. Siempre igual el flaco: si te deseaba suerte: ¡agarrate! La vez del tren, qué mal. Lo viste venir al mala sombra y quisiste esquivarlo. Inútil: si Walter venía hacia vos, venía hacia vos. Es el destino. Y bien sabés que al destino no se le puede esquivar el bulto. “Qué hacés, flaco, raro vos por estos lados”. Maldito. Vivía en La Paternal: nunca tomaba este tren, nunca lo habías cruzado ni siquiera soñando. Al ratito de que se despidió, un punga poco habilidoso intentó manotearte la billetera en la estación Morón, justo cuando arrancaba. Recién habías cobrado: ¡mierda que la ibas a largar tan fácil! Le agarraste el brazo con toda la fuerza al carterista, te quedaron doliendo los dedos dos días después. Pero al idiota le fue bastante peor: antes de la frenada, siete ejes le pasaron por encima. Ernesto Sino se llamaba, ¡ja! Nunca recuperaste la billetera, era un recuerdo de tu vieja. ¡El flaco Walter! Justo encontrarlo antes de las vacaciones a ese agorero. Y no digas que sos supersticioso, si nunca creíste en la suerte. Ni en la mala ni en la buena creíste. Al menos es lo que decías. En realidad, vos bien sabés que de la boca para adentro siempre fuiste un mar de dudas. Mucha filosofía, mucha psicología, pero a las escaleras nunca las pasaste por abajo. Y de los gatos negros, mejor ni hablar.
Cómo te moriste.
¿Cómo te moriste?
Tratás de recordar.
Movimiento. Tenías mucho miedo de jugar al paddle últimamente, por lo menos hasta no someterte a los estudios. “Me los hago después de las vacaciones —dijiste—, para no amargarme”. Cuidabas el cuore como a hueso de santo. Livianito comías. Dale, Sánchez, apenas un partido. ¿Qué excusa le metés? ¿Mucho trabajo? Todos dan la misma.
¿Y el terror a que ocurra en la oficina? Teresita: 7320-0737, interno 26. Suegra: 7320-2280. Pusiste hasta el teléfono de la vecina, por las dudas. Te faltaba encabezar el listado con un: “EN CASO DE INFARTO, ROMPER EL VIDRIO”.
Y el miedo se acentuó después de lo del contador Rizutti. Está bien que tenía setenta largos y andaba tan destruido que parecía una escultura moderna de esas de alambre (sustituido en él por hilos de humo: ¡cómo le daba al cigarro y al café!). Lo que son las cosas, ¿no? De tanto verlo todos los días, parecía eterno el contador. Todos parecen eternos. Todos los que ves a diario. Cuando te llega la noticia de la muerte de algún viejo conocido, alguien a quien no ves hace mucho, te suena creíble, casi normal. La distancia se come todo, hasta la eternidad. Te gustaba cuando Rizutti decía “siete” al dictarle cifras a la secretaria: estiraba los bigotes amarillentos y mostraba sus dientes de nutria nicotínica. Una zoo-nrisa. “Parece sonriente”, dijeron en el velorio. Otra que sonriente: “Treinta y siete”, dijo, y fue su último dictado. Nutria. Pobre Rizutti, murió contando. Tendrían que hacerle un reconocimiento en el Consejo. Cumplimiento del deber. Vos pensabas una plaqueta: SE LLEVÓ CON SUS NÚMEROS LA SENSACIÓN DE ETERNIDAD.
Cuando te llegó la noticia de la muerte de Carranza, sospechaste también que ese podría ser tu final. Carranza se había ido a Mar del Plata con la mujer; y en el primer día no hizo más que meterse hasta el ombligo, que cayó redondito. Unos decían que diciembre, que el agua muy fría. Otros, que había comido hacía unos minutos, aunque la mujer dijo que sólo tarta, y fría. No podía ser.
Entonces dejaste de ir a la pileta del gimnasio, por más climatizada que estuviera.
Una lástima, ahí estuviste flojo: era tu única descarga a tierra —a agua, bah.
Durante el último tiempo temías que te agarrara dormido… ¡Sí, eso! ¿Eso? Te fuiste quedando dormido, es lo último que recordás. Como el de la tele, el tipo que asegura haber vuelto de la muerte después de haber visto una luz y un túnel y esas cosas. Pero vos, lo que es la luz o el túnel, nada. Sólo la tierra que te pesa. Y el frío. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Ocho, diez horas?
El tiempo te llega como oleadas. No, no debe haber pasado mucho. Todavía tenés la sensación de las paladas sobre tu cuerpo. Escuchaste el llanto de tus pequeños hijos. La nena y el varoncito. Todo el día peleándose. ¡Ni en el entierro de su padre descansan, sabandijas! No, no, hay dolor en su llanto: “¡Por qué! ¡Por qué! ¡Lo quiero! ¡Papá!”.
Tu mujer grita, pero no llora. Alguna maldición, seguramente, de esas que transfieren la culpa al destino o a las decisiones divinas. En estos casos, la impotencia suele transformarse en ira: unos maldicen, otros lloran. Otros, simplemente, callan.
Ya no te preocupa tanto saber cómo fue. Ahora te preocupa más saber cómo sigue.
No viste la luz.
No viste el túnel.
Pero lo que más te aterra es la conciencia. No la del remordimiento, sino la conciencia de la situación, del entorno. Y eso no puede ser, no estaba en tus planes: el alma no siente, o al menos eso era lo que creías. El alma siente mientras vivís, pero ahora…
No señor: sentís.
Miedo. Llegó el temible vacío de la soledad completa. “¡Elí, Elí!, ¿lama sabactani?” había dicho Jesús en la Cruz.¿Cómo puede abandonar Dios a su hijo, cuando éste está cumpliendo con todo lo previsto. No debería haber sorpresas. Desearías que ese abandono fuese mentira.. Te acordás de aquella clase de filología. Quizá un error de traducción, una mezcla incorrecta de idiomas. Si se escribió en hebreo debería ser “lama azavtani”, y si fuese en arameo: “metul mah shevaktani”, y esto, no quiere decir solamente: abandonar. No importa, igual no sos creyente: te sorprendió la muerte sin un plan de salvación.
En las mil vueltas por segundo que da tu mente, tratás de pensar en qué momento, en qué libro, en qué página perdiste a Dios. Tanto estudio, tanto existencialismo. En la superficie todos son machos; pero acá, viejo, se te llena el culo de preguntas. Hay que tener la tierra encima para saberlo.
Este año, justo este año que comenzó, pensabas dejar la oficina para dedicarte a la filosofía. Te habías vuelto insondable. Explicabas todo para que nadie entienda nada. La oficina es para otra clase, otra casta inferior. Venían cambios. Promesa de trabajo nuevo. Trabajo elevado. Trabajo profundo.
¿Sería esa la raíz de tu miedo? Morirías de alguna manera. Morirías por lo menos a una casta: la de los hombres diarios; casta de saco y corbata, casta mediocre pero segura. ¿Segura?
Los dolores comenzaron cuando te dieron el título. De ahí en adelante ya no hiciste tanto ruido: el miedo, cuanto más grande, más silencioso. Antes eras insoportable. Te molestaban los dioses de los otros. Vivías en la “Vaca Pintoja” de don Federico, te agarrabas unas borracheras celestiales y volvías abrazado con el viejo Zaratustra, hablando de Superman.
Después estructuraste, discurriste, deconstruiste, todo para zafar del café cuando te tocaba prepararlo. Rizutti te miraba por arriba de los anteojos y seguía: “Treinta y ocho, treinta y nueve…”, sacudiendo la cabeza.
Yáñez era el que te desenmascaraba. Tenía apenas séptimo grado, pero siempre te dejaba pagando. Y con cosas de hombre simple nomás, justamente las que no dan lugar a réplica filosófica. Siempre te hinchaba con eso de que “Sí, sí: vos filosofá todo lo que quieras, pero explicame quién puso la primera bacteria, acá o donde sea”.
Sentidos.
Se te entumecen los pies. Te duele la cintura. ¡Conque esto era la muerte! “Para quien no cree en el cielo, tampoco puede haber infierno”, pensaste. Pero, ¿qué es esto entonces? Mucho más horrible: es la realidad. La realidad que te persigue, tanto en la vida como en la muerte. ¿Querías existencia? ¡Tomá! ¡Acá tenés existencia!
Sentidos.
Nunca tan indeseables. Olor de la tierra. Sufrís-su-frío. Te duele. No querés pensar. Los muertos no piensan. Te aterra comprender que los gusanos vendrán por vos en unas horas. Bacterias. ¿Quién puso la primera? ¿Eh, Yáñez? ¡Vos tampoco sabés! Apenas afloren las necrosis, ellos vendrán. Them! Los Gusanos Conquistadores. La huelen. Dicen que salen de adentro. ¡Este es el condenado infierno existencialista! Va a doler. Realidad. Dolor que come. Quizá cuando se coman las fibras nerviosas, ya no duela…
Necesitás un túnel. Sí. Un túnel de salvación divina.
Intentás, pero no podés entregarte a un dios; quizá si lo lograras verías ese corredor, esa luz: una vía de escape de la realidad hirviente de gusanos. Cada dios debe tener su túnel propio; si no, ¿cómo se salvan los chinos, los árabes, los hindúes? Te ves convertido en budista. Túnel tapizado, relleno de túnicas, kimonos, apestando a sándalo. Te pisan, te empujan. Los chinos están acostumbrados. El subte a las ocho en Shangai (o Plaza de Miserere). No, a ver… otra: fuiste bautizado como católico; quizá te sirva de credencial para hacer el check-in en algún purgatorio o en un limbito más o menos. Después trepás. Sabés hacerlo. Más gente en el túnel, claro: vivís en un país católico. ¿Se salvarán por países? Buenos Aires, Pasaje Obelisco Sur. No te parés a comprar nada ni a lustrarte los zapatos: son todas trampas; cuando vas a pagar, no encontrarás nada en el bolsillo, y frente a vos tampoco habrá nadie a quien pagarle. Todos desaparecieron y cerraron las puertas. Y antes apagaron la luz. Quedaste afuera por idiota. ¡No comprés nada, te dije!
¿Y musulmán? Una larga fila de turbantes. Túnicas largas, todos en patas. Túnel de tela blanca. Estadio. Jugás para la selección Saudita. ¿Partido final? ¡Vas hacia el resplandor, vas hacia el resplandor! Ovación. Jugabas muy bien al fútbol, bien podrían haberte comprado los árabes; quizá te hubieses convertido. En cambio, elegiste la oficina y la filosofía. Te la perdiste otra vez.
¿Cómo sería un túnel para el judaísmo? Estación Diagonal Norte, o Nueve de Julio: ramales que llegan de todos lados. Combinaciones. ¿Jerusalén es Diagonal Norte?
Te hubiese gustado volar un poco por la duda divina. Quien duda, también cree; al menos, mientras persiste la duda. Pero tu mente, tu malditamente lúcida mente…
Sentís el tiempo, siempre como oleadas. Olas. Cuántas veces se habló de los mares de tiempo. Mares. Mar del Plata. ¡Carranza! No te hubieras metido, Carranza. No hubieras comido tarta, ni siquiera fría.
No querías terminar como Carranza. Elegiste Córdoba, las sierras. Los chicos no querían, Teresita tampoco. “¡Queremos el mar, papá!”.
Carranza seguro hubiera preferido Córdoba: mate con peperina y un buen jamón serrano regado con uno de esos vinitos de Colonia Caroya. No: tuvo que venir a Mar del Plata, como vos.
Olas. Cada oleada de tiempo se te filtra como una unción helada: la unción de los muertos, la extremaunción.
¿Cómo fue?
No te quisiste meter al agua ni por equivocación. Te empecinaste con quedarte en el departamento. Habías trabajado doce horas seguidas y manejado otras cinco. Recordás que pararon al baño en Atalaya. Y los peajes. Y el tránsito de la entrada. Y a forzar la máquina, como cantaba Baglietto. Querés dormir. Dale, papá. Querés dormir. Dale, bajemos a la playa un ratito. Sueño. Dale, Pepe, te prometo que es sólo un ratito, hacelo por los chicos.
Estás al límite. Sentís que no era una alucinación lo del dolor intenso. La muerte te está llamando tanto como el sueño. Querés dormir. Querés soñar. Querés morir.
Al principio fue como una caricia. El sol suave, el calor. Luego entraste en el mundo frío de Carranza. Tarta fría.
¿Cómo, cómo, cómo fue?
No importa. Te preocupan los gusanos. ¡Malditos! ¡A mí no! Si tengo sentidos, debo poder reconstruir mi fuerza, mis signos vitales, mi naturaleza. Tiene que haber una manera. ¡A mí no!
Entonces afirmás las palmas como una Caterpillar y rompés la tierra pesada y sacudís la mortaja que cubre tu cabeza y con un grito espantosamente desgarrador como no emitiste jamás en tu vida te levantás de la tumba.
Y entonces comprendés tu estupidez.
La estupidez que deberá ser explicada al heladero, al barquillero, a tus hijos, que te miran atónitos (aún con lágrimas en los ojos) aferrados al balde y la palita por el que estaban peleando. Que deberá ser explicada a tu mujer, quien luego de la estrepitosa aparición dejó de renegar por esos maleducados, y está deseando ella misma ser tragada por la tierra. También a los veraneantes que, por supuesto, están llegando a toda velocidad para escuchar tu estúpida exposición de los hechos. Y al vendedor de churros, con la media docena cayendo de sus manos junto con el vuelto cuando todos te vieron a vos, maldita milanesa escandalosa, surgiendo de las profundidades de la arena.

Alejandro Dinamarca
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PASION DE MULTITUDES

Tengo que reconocerlo: el coro es mi vida. Y no digo esto desde la aspiración de algún vuelo poético de barrio, o desde algún lugar común del lenguaje popular, no: el coro es realmente mi vida. Vivo pensando en el coro, sigo domingo a domingo los conciertos por la radio —porque soy de los de antes, de los que nos gustaba escuchar los conciertos por Radio Nacional, o por el S.O.D.R.E. de Montevideo—, aunque a veces prendo la tele porque me gusta ver las túnicas, los movimientos del director y todas esas cosas, pero le bajo el sonido y pongo la transmisión de Radio Nacional, no hay nada mejor.
Cuenta mi vieja que el día que nací, mi viejo me enfundó en una tuniquita del glorioso Coro de la Dante Alighieri, —súper fanático mi viejo—. En casa todos seguimos al de la Dante. Bueh, todos, lo que se dice todos, no: Marisa, mi hermana menor sigue al del Instituto Goethe. Por contrariar nomás, de puro rebelde. Pero igual, las mujeres no entienden nada de coros. Ellas se enganchan nomás para los concursos internacionales, allí sí se ponen a hablar como si fueran López Puccio: que esa frase está mal respirada, que el tenor de la punta no empasta bien, que Bazzoli ya no puede cantar ni de barítono, y todas esas idioteces. Después termina el concurso y se olvidan de todo. Eso sí, si llegamos a ganar la dorada, salen a la calle a los bocinazos tres días seguidos, después sí se olvidan.
Mi pasión empezó desde chiquito. Ya a los dos años mi viejo me regaló el primer diapasón y todos se quedaron asombrados cuando canté a media lengua el Panis Angélicus. Le había dado al 440 justito, y demostré que tenía fibra.
Después vino la época de los amigos, de cantar en la vereda, o en el baldío de la esquina. No había diapasón que nos durara, y en esa época costaban un ojo de la cara. Casi siempre terminábamos haciendo uno con algún fierro templado que le mangueábamos a Don Rolo, el de la metalúrgica. El gordo Pepi, que era el hijo del capataz, siempre traía uno reluciente, pero donde se cabreaba el gordo, se iba con el diapasón y se nos terminaba el canto. Por eso siempre había que tratarlo bien.
Yo soñaba con entrar en el Coro Nacional, nunca quise otra cosa. Pero parece que cantar no era lo mío. No sé si me faltaron cuerdas o convicción, pero en todos los coros grandes en que audité no pasé de los ensayos.
El que sí llegó a cantar en el Nacional —y concursar en un Internacional— fue Miguelito, mi amigo del alma. Igual, es como si hubiera sido yo el que estaba en las gradas, porque con Miguelito siempre fuimos como hermanos, somos una sola cosa. Yo mismo lo acompañé a probarse en el Exaudi, cuando aquel tipo que no me acuerdo cómo se llamaba lo escuchó en un concierto a beneficio, y le puso el ojo. Después fue subir y subir. Todo el país gritaba su nombre. Increíble, Miguelito. Todavía me acuerdo cuando le ganamos la final a los Finlandeses. ¡Qué Sibelius ni Sibelius!: le desenfundamos un Ginastera que se quedaron de una pieza. Y Miguelito hizo el solo, ¡quién lo iba a parar!
Ahora han pasado muchos años, claro. Somos veteranos. Miguelito se puso un conservatorio y ahí prepara el semillero de la Dante.
Yo, como siempre: oficina toda la semana y el domingo al Teatro, con los muchachos. Y si no podemos ir, nos juntamos en casa con el de 29 pulgadas y pedimos suyi y mineral de la buena; natural, para que no irrite.
Esto es la vida. Yo no puedo entender a esos maricones que no les gusta el coro, y prefieren quedarse toda la tarde mirando un partido de fútbol o las carreras de Chevrolet y de Ford. Pero, como decía mi viejo —y esto sí, bien de sabiduría popular—, sobre gustos no hay nada escrito.
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