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blog de cuentos de Alejandro Dinamarca

22.6.05

La Ley de los Signos (cuento)

Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse;
antes al contrario, la hacen más profunda.

Gustave Flauvert


Parece mentira que hayan pasado diez años desde aquel amargo día. Es que uno aquí no se da cuenta, ¿sabe?: casi no vemos la luz, día y noche parecen la misma cosa.
¿Le dije que el fiscal me quería meter en la cárcel? Eso es lo que hubiese correspondido, sí señor. Me hubiese resultado un destino más decoroso. Pero la última pregunta que me hizo el juez fue decisiva. Entonces, me trajeron acá. Todavía no me quieren creer que no estoy loco. Si mi Lidia viviera, ella misma avalaría la horrenda acción que me mandó a este asilo. Pero, lamentablemente, ya no podrá declarar la pobrecita.
Me quedan sólo los recuerdos y, créame, no desearía otra cosa en la vida que perder la memoria. Imagínese que lo apuñalan con un cuchillo oxidado; así me duelen los recuerdos de Lidia.
¿Usted me preguntaba cómo nos conocimos? Bueno, le voy a contar. Fue en el tren a La Plata, a mí todo me pasa en el tren. Con una sola mirada supimos que éramos almas gemelas. Me senté a su lado y, entre charla y charla, le conté sobre mis creencias acerca de la Ley de los Signos. Le expliqué durante todo el recorrido cómo esta Ley regía la vida de cada uno de los seres de la Creación. Al principio de mi conferencia ferroviaria —el viaje duraría una hora y pico—, yo me detenía cada tanto para mirarla con cautela: otras mujeres, cuando les hablaba de este asombroso asunto, me estudiaban como quien intenta descifrar un mapa de Calcuta. Pero ella lo comprendió inmediatamente. Ella, mi Lidia. ¿Cómo dice? Ah, usted no se preocupe: ya le voy a contar de qué se trata este tema y verá que también lo comprenderá. Pero ahora quiero seguir recordando aquel primer encuentro.
Decía que ella la comprendió rápido a la Ley, tanto que comenzó a aplicarla en el acto. Me dijo que yo le gustaba, pero que aún no podíamos iniciar ninguna relación, ya que nuestro encuentro había sido imprevisto. Decidimos entonces, antes de despedirnos, que a partir de ese instante comenzaría nuestra búsqueda mutua: debíamos hallarnos de alguna manera, pero a condición de carecer de datos, direcciones o cosa parecida. Establecimos que ni siquiera contaríamos con un área determinada de la ciudad, nada. Si el destino quería que nos volviéramos a ver, se produciría nuestro encuentro en sentido positivo. Entonces, ya nunca nos separaríamos.
Pero pasaron los años y no volvíamos a cruzarnos. Cada día, cada noche, cada momento de mi vida estaban destinados a buscarla. Al final, perdí las esperanzas. Claudiqué. Parece que a ella también le pasó lo mismo.
Entonces decidí entregarme a la soledad. Andaba como un paria, todo el tiempo con una nube gris que me goteaba en la cabeza. Hasta que una mañana, sin haber salido a buscarla, la volví a encontrar. En ese momento tuve la sensación de que mi destino aún podía cambiar, que todavía era posible. Por un momento sentí esa comezón agradable de la que siempre se engríen los felices.
Antes de contarle qué pasó en este segundo encuentro, déjeme explicarle acerca del funcionamiento de la Ley de los Signos; si no, usted también va a pensar que estoy loco.
Comience por convenir conmigo en que toda búsqueda es positiva. Ergo, los hallazgos que produce dicha búsqueda siempre mantienen el mismo signo positivo. En cambio, los encuentros fortuitos, aleatorios, son de naturaleza negativa. Si tiene alguna duda, mire los sinónimos que le caben a dicho término, “fortuitos”: “imprevistos”, “indeseados”, “impensados”… es decir: no prever, no desear, no pensar. No obstante, hay algunos más piadosos: “ocasionales”, “casuales”, “azarosos”; pero todos conservan la misma naturaleza negativa: nos hacen desviar el camino. Y no hay nada que deteste más en la vida que desviar el camino.
Usted calificará a lo mío como de obsesión o manía. Dígalo como le plazca. Lo cierto es que desde chico me apasionó esta convicción: todo debía tener una dirección deseada, planificada. Ese era mi positivismo positivo. ¡Ojo! Yo no creo que sea una redundancia: también tenía mi positivismo negativo, ya le voy a contar. ¿Improvisar? ¡Horror! ¿Cambio de planes? ¡Vade retro!
Para los que me conocían, yo era un niño caprichoso. Cuando dejé de ser niño, descendí a la categoría de “bicho raro”. Y ahora, que soy grande, me dicen que soy un loco de mierda. ¡Eso es lo que ellos creen! ¡No es la primera vez que llaman “loco de mierda” a un pionero!
Usted se preguntará cómo fue que descubrí el funcionamiento lógico de la buena fortuna. Creo que a partir de un hecho que me marcó para toda la vida.
Era domingo. Yo tendría ocho o nueve años, y había decidido ir al cine del pueblo. Esto es: realizaba la búsqueda —acción de claro sentido positivo— de una película de Tarzán. Faltaba mucho para que empezara, pero yo iba corriendo —todos los chicos van corriendo a todos lados—. Cuando cruzaba la placita vi de reojo algo que brillaba, pero pasé tan rápido que no alcancé a traducirlo. Frené. Ahí cometí el primer error de mi vida: volví sobre mis pasos —acto de pleno sentido negativo. Lo demás daba lo mismo, el objeto hallado podría haber sido cualquier cosa. Porque, sea lo que fuere, produciría el mismo efecto: se cumpliría la voluntad de dicho objeto y no la mía.
Era una costosísima billetera de cuero de víbora, y ni podía compararse su valor con todo lo que tenía adentro: ¡una fortuna! Sin pensarlo dos veces, me olvidé del cine, de Tarzán y de la mona. Salí como un cohete para “El Palacio de las Bicis”. Hacía meses que tenía una entre ceja y ceja. Era roja, metalizada, japonesa… ¡Hermosa! Por supuesto que jamás pensé en devolver el dinero ni en cómo explicaría la compra a mis padres ni en nada. Para mí sólo existía el presente, y era rojo y japonés.
Antes pasé por lo de Pascual, que era el portero de la escuela. El pobre Pascual perdía el sueldo en los naipes no bien lo cobraba, así que siempre estaba para cualquier cosa. Le tiré cincuenta pesos y le pedí que me la comprara él, usted sabe, para evitar esas preguntas que le hacen a un chico cuando anda con mucha plata. Lo primero que hice fue ir a la salida del cine para exhibir mi nave. Poco me costó ser el centro de la rueda. ¡Había que ver las caras de mis compañeros!
Luego invité a todos a la “Trieste”, la creadora del “Mostro”. ¿Lo probó alguna vez? ¡Espectacular! Tenía, además de cuatro gustos de helado, frutas de toda clase, salsas, grana y chocolate. Casi nadie lo había probado por lo caro: siempre vasito, siempre cucurucho. ¡Má que cucurucho! Mostri per tutti gli amici!
Después me los llevé al parque de diversiones. A estas alturas, ya me levantaban en andas. Se iban sumando en cada esquina pibes que ni conocía; se ve que los de la turba les contaban, y ahí salían a aprovechar ellos también. Todos se habían aprendido mi nombre, como contraseña para la felicidad.
Nos alcanzó la noche frente a una gaseosa en El Central, terminando de hojear la parva de revistas que nos habíamos comprado con mi plata.
Cuando regresé a casa había un mal aire, un aire denso. Mamá lloraba, y papá repartía blasfemias por todos los rincones. Antes de contestarme el saludo, él me preguntó:
—¿Me querés decir de dónde sacaste esa bicicleta, vos?
—Es mía —le contesté.
—¿Tuya? —me dijo, desabrochándose el cinto—. ¿Y con qué la compraste?
—Con plata, ¿con qué va a ser?
—Y de dónde sacaste la plata.
—Encontré algo —dije paralizado por el terror, viendo cómo se enrollaba el cinturón en la muñeca—. Me lo encontré en la calle. Me encontré una billetera.
—¡Una billetera en la calle! —papá lloraba a los gritos, medio remedándome—. ¡“Me encontré una billetera en la calle”! No, idiota, no. Mejor tenés que decir: “Le robé una hermosa billetera a mi padre con toda la miserable indemnización que le dieron… ¡por haberlo despedido del trabajo!”
Tres meses inconsciente estuve en el Mater Dei. No le había alcanzado el cinto al animal, por eso me partió un sifón en la cabeza. Aunque lo compadezco un poco al pobre: sin trabajo, preso, separado, con el hijo en coma. ¡Había que aguantar semejante escenario!
Desde ese entonces, jamás he vuelto a recoger algo del suelo. ¡Y eso que encuentro cada cosas! Parece que me siguieran: anillos, relojes, ropa… No me tentarán. Sé que buscan hacerme retroceder, sé que el sentido negativo quiere adueñarse de mi vida.
Cuando recobré la conciencia, comenzó a revelárseme este asunto de la Ley. Le había oído decir a mi madre, señalándose la cabeza con el índice, que Pablito no quedó del todo sano después del “accidente”. ¡Pobre! No sabe lo bien que me había hecho el golpe. Ahora empezaba a ver todo con suma claridad. ¡Gracias, padre amado, por darme la luz a sifonazo limpio! Al principio la Ley había sido apenas un asunto de interés, como cualquier otro asunto de interés. Pero ahora la veía con nuevos ojos. Y después, con el colegio, se convirtió para mí en una obsesión.
En los recreos, yo siempre andaba con los más grandes, no soportaba a los chicos de mi edad. Un día les escuché hablar a esos gorilas acerca de la ley de los signos. ¿Se acuerda? La estaban estudiando en matemáticas.
Quedé cautivado en el acto. Había en ella algo que no puedo explicar, pero me abrió un panorama fascinante. No tardé mucho tiempo en convertirla en mi credo: “¡Más por más, más!” —recitaba a cada rato—. “¡Menos por menos, más!”.
Para poder armar mi notable teoría —que podríamos aquí denominar como “Teoría de la Aplicabilidad Universal Sígnica”—, tuve que dividir la ley de los signos en dos partes. A una, la primera, la llamé La Ley de la Vida, la que siempre suma, es decir:
(+ X + = +) /// (- x - = +)
La otra —me corre un escalofrío, le juro—, la de la muerte, la que siempre resta:
(- x + = -) /// (+ x - = -)
Y así se sucedieron días extraños, en los que esta ley me iluminaba cada vez más los arrabales del alma. Poco a poco, los signos me iban cambiando la vida. Hasta entonces, yo estaba abrumado por una especie de tiniebla. Tenía sí, algunas sospechas sobre el funcionamiento oscuro de la suerte. Pero no encontraba una ley verdadera para confirmarlo.
Después de ponderar una infinidad de hechos, después de estudiar religiones comparadas, después de zambullirme en las creencias de la New Age, me fue dado descubrir que la mismísima armonía cósmica dependía de esta ley. ¡No me mire así, estúpido! ¡No puedo explicarlo con la pedantería de un científico, no he perdido mi tiempo yendo a ninguna universidad; pero créame, así funcionan las cosas!
En el colegio comenzaron a tratarme distinto. Si no fuese porque me sentía absolutamente feliz, podría haber jurado que aquello era compasión.
La maestra me seguía de cerca, manteníamos largas conversaciones. En una de ellas, opté por revelarle el secreto del que yo era custodia fiel: le conté de los signos y del sentido positivo que rige la Creación y las míseras relaciones humanas.
—¿Cómo es eso? —me dijo.
—Sencillo, señorita: la vida es positiva; la muerte, negativa. Todo lo que tenga que ver con una u otra, se comportará de la misma manera.
—A ver, a ver. Explicate un poco más.
—Está bien. ¿Usted tiene novio?
Me miró raro.
—¿Por?
—¿Tiene o no tiene novio? —insistí.
—Tengo, pero...
—¿Usted lo eligió?
—Bueno… ambos nos elegimos.
—¡Vamos, señorita, eso existe en las novelas solamente! ¿Alguien se lo presentó?
—Sí, me lo presentó una amiga. Pero a vos qué te imp…
—… esa amiga la ha matado —interrumpí, señalando su pecho como quien dispara un dardo—. Y el proyectil fue su novio.
—¡Qué decís, Pablito!
—Usted abandonó la búsqueda del hombre que seguramente deseaba. ¡No, peor! Su amiga la hizo abandonar. Eso para usted es sentido negativo. Es, de alguna manera, morir.
—¡Me asustás, ¿Cómo podés pensar esas cosas con tu cabecita tan chiquita?
—Es que me la agrandaron de un sifonazo, señorita.
Usted se pensará que la infeliz optó por eludirme. Nada que ver: hasta me parece que la convertí al Signismo y todo.
Es muy difícil hacerle entender a alguien este tema tan simple y tan complejo a la vez, sobre todo si ese alguien tiene el cerebro menos flexible que una teja. Pero fue sólo Lidia, mi Lidia, quien lo comprendió al instante… Y yo, lo confieso humildemente, no supe cómo tomar la nueva dirección que se me presentaba.
Le había prometido a usted que le contaría acerca del “positivismo negativo”. Acuérdese:
(- x - = +)
Es decir, que si la cosa arranca en sentido negativo, uno debe seguir con el mismo signo para lograr finalmente la felicidad: “el más” de la cuenta.
Así, en negativo, se había producido también nuestro segundo encuentro con Lidia. Sin esperarnos, sin prevernos, sin pensarnos. Evidentemente, ambos nos habíamos resignado a la derrota: ella estaba junto a un tipo de lo más desagradable, y yo iba del brazo de una chiruza que ni me acuerdo el nombre.
Ambos sabíamos que el encuentro era fortuito. Por ende, si queríamos que prosperara una relación —recuerde lo que le dije al principio sobre esta clase de azares—, debíamos conservar la misma naturaleza negativa.
—Nadie me espera —me dijo.
—A mí tampoco —le contesté.
Aunque nuestros amantes nos miraban con la mandíbula a la altura del pecho, todo iba bien, todo sumaba.
—No tengo a dónde ir —le dije.
—Yo tampoco —me respondió.
Se me ocurrió una salida ingeniosa que me hubiese mostrado como un tipo de mundo y sagaz: responderle con algo como “Pues si no tenemos a dónde ir, entonces vayamos juntos, hermosa”. Pero luego, además de cursi, descubrí que era una positivísima aberración. ¡Ir! Si imperaba el negativo de no tener a dónde ir, ¡simplemente, no podíamos ir!
Nos miramos tristes, comprendiendo lo que seguiría.
—Entonces no podemos ir a ningún lado —dijimos.
—No —contestamos.
—Pues entonces, adiós —nos despedimos.
En un segundo, la tarde fue aplastada por la noche. Bajamos del tren y caminamos por el puente: ella con su tipo, yo con mi chiruza. Mi corazón estaba obstruido, defraudado. Habíamos hecho todo lo que mandaba la Ley, y ésta nos separaba otra vez.
Pero el genio siempre encuentra una salida digna de su genio. ¡Oh, Inspiración, que sólo te nos entregas a unos pocos egregios en este mundo! ¡En ese momento me vino una idea que juzgo digna de mi preclara lucidez!
— ¡Lidia! —le grité. ¡Si no podemos ir a ningún lado, debemos quedarnos acá!
Y lo hicimos. Le tendimos una trampa a los signos. A partir de ese día venturoso, nos enredamos en una cadena interminable de cópulas entre palmeras, tras los bancos de la estación, en las salas de espera. Fue maravilloso.
Durante el día nos separábamos para ir al trabajo, y luego nos reencontrábamos en nuestro microcosmos neutral: la estación Floresta, allí los signos nos perdonaban.
Cuando llegó el invierno, el frío nos llevó a buscar una casa para vivir juntos. No sé si no nos dimos cuenta o si simplemente dejamos pasar callado ese enorme positivo. Nosotros —¡pobres inocentes!— seguíamos manteniendo una pretendida corriente negativa para salir adelante.
—Menos por menos, más —salmodiaba yo—. No te quiero.
—Menos por menos, más —repetía ella—. Yo tampoco.
—Igualmente, no podemos separarnos
—Claro que no.
Es así que, menos por menos mediante, manteníamos a raya el destino: como retrocede el artista marcial para desplegar su patada mortífera, siempre restábamos con miras a sumar. Sabíamos que en ese perfecto equilibrio negativo obteníamos la seguridad de poseernos mutuamente. La posesión era nuestro vínculo; el retroceso consciente, nuestra brillante estrategia.
Aunque… como dije antes: ¡pobres inocentes! Creíamos haber engañado a los signos cuando compramos la casita. Pero la ley de la muerte ya estaba cobrándose venganza. Poco a poco nos íbamos poniendo tristes. Quizá por tanta carga negativa que debíamos emplear para sostener nuestro hogar.
Yo me las arreglaba bastante bien, pero ella no se veía nada feliz. Y esa tristeza comenzó a generarme un poco de culpa.
Una tarde, quise alegrarla un poco con esas cosas superficiales que les gustan a las mujeres; ya sabe: perfumes, ropa, alguna fantasía fina. Yo se las di todas juntas. Quizá fue mucho, no sé. No tenía experiencia en hacer regalos. Como si fuera poco, pasé por la florería del barrio y le compré un hermoso ramo de rosas rojas.
Y después… Bueno, usted ya conoce el resto. Contesté puntualmente a todo el interrogatorio del fiscal, hasta que por último el juez me increpó:
—¡Y por qué la mató con tanta saña, Pablo! ¡Veinticinco puñaladas, Pablo! ¡Hay que sentir mucho odio para cometer un crimen con semejante alevosía, Pablo!
—Porque me dijo algo horrible —le respondí.
—¿Horrible, Pablo? ¿Se puede saber qué insulto es tan horrible para desatar ese final, esa orgía de sangre que conmovió a la sociedad toda?
—Sí… en un momento, la pobrecita no pudo más.
—¿No pudo más?
—No, lo suyo era incontenible. Y necesitó… necesitó decírmelo.
—¿Qué cosa necesitó decirle?
—Me dijo… me tuvo que decir que me amaba.

Alejandro Dinamarca
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La Felicidad Completa (cuento)

Vos lo sabés perfectamente, sólo hay dos cosas que me obsesionan en la vida: Lucía y la música, en ese orden.
A Lucy la conozco desde la secundaria, y creo que no dejé de pensar ni una noche en ella. ¡Qué hembrita, por favor! Era el tema que saltaba permanentemente en los baños. Podías estar comentando los pases de Comelles o de Kempes y, sin darte cuenta, terminabas hablando del culo de esa pendeja. Claro, del culo es de lo que oficialmente a los dieciséis podés hablar, aunque a mí me tenían enloquecido sus rulitos. Sus rulitos y esos ojos, sobre todo, esos soles que, cuando me miraban —y eran pocas las veces que lo hacían—, me llegaban a temblar las piernas.
Doy gracias a la vida: finalmente hoy tengo mi mano enlazada con la suya, aún como de niña, suave; puedo sentir su cabeza tibia apoyada sobre mi hombro, sus rizos caen con brillo de cascada. Me perdía ese pelo ensortijado que daba una luz distinta en cada onda, y esas manos tan delicadas. Por supuesto que también me gustaba su culo, y gracias a eso podía charlar con el resto. ¿Te imaginás contándole de las manos y los rulitos al Bocha o al loco Tonetto? ¡Me desarmaban a patadas!
Cinco años de secundaria y no me animé, ¿me podés creer?, no me animé a decirle nada. Nada de lo que sentía, por supuesto, ya que de estudio y boludeces le gastaba la oreja. Cualquier ocasión era buena para preguntarle algo, aunque fuese por acercarme nomás y verle las pequitas de la nariz. Claro que a veces me ponía un poco denso, lo reconozco. Un día me dijo si le veía cara de mesa de entrada, con tanta pregunta. Me puse como un tomate. Encima me lo dijo delante del loco. ¡Qué mal! Todavía me gasta el loco, y eso que pasaron veinte años.
Siete novios le conté. Tengo anotado lo que duró con cada uno y lo que esperó entre uno y otro.
Siempre soñé con tenerla sólo para mí, y por fin, gracias a Dios… , bueno, después te cuento.
Te había dicho que mi segunda obsesión es la música, y eso es lo que elegí cuando me sorprendió el fin del colegio. Lamentablemente, mi viejo no eligió lo mismo.
Lucy optó por Buenos Aires, por medicina, por Pablo. Y yo, que “debía” estudiar para contador en Córdoba, me puse como loco cuando me enteré que no la vería más. Fue como una cachetada. ¿Viste esos que se ponen histéricos en las películas, y entonces los surten, después se calman, miran alrededor y empiezan a ver todo como si fuera recién hecho? Bueno, a mí me pasó lo mismo: ahí comencé a ver quiénes eran mis viejos, qué era mi casa; a analizar todo lo que había hecho en la vida. Y creo que fue la primera vez que lloré, primera y única: no sé por qué carajo no puedo llorar más, che. Ahí hice ¡pum!, ahí cambió mi vida.
Mis viejos eran el agua y el aceite; o el agua y la grasa, para ser más específico. Todos esos años, mi vieja y yo vivimos a la sombra del Señor Inmueble. Veinte años me llevó sacarme de la cabeza esas ideas incrustadas a fuerza de golpes. Propiedades. Bienes Raíces. Cómo me suena familiar esa expresión, incluso más que las palabras “mamá” y “papá”. Raíces… raíces en mi cabeza: las cortaba y crecían por otro lado. Cómo te vas a arrancar un pensamiento que clavó su raíz no bien saliste de la cunita, y que después te lo fueron regando día a día con regaderas llenas de mierda pura.
Mi viejo siempre me decía que la felicidad era una propiedad privada, un condominio de todos los que consiguieran meterse adentro. Por lo tanto, si yo no podía adueñarme de aunque sea un lotecito, no existía. Siempre me arengaba: “Nunca vas a poder tenerlo todo, nene, pero podés quedarte con la parte del león”. Luego me palmeaba y me decía: “¡La felicidad completa no existe! Pero, cuando tenés lo que te interesa, no te importa”. Papá era especialista en partes. ¡También, cómo no serlo! Con las comisiones que cobraba vendiendo casas primero, edificios después, y el país, cuando agarró parte de la manija. Claro que dejó un tendal de muertos, y que muchas partes con las que se quedó eran las que les faltaban a otros; pero él siempre se las arregló para parecer bueno y respetable.
En cuanto a mi pobre vieja —ella llevaba más años que yo soportándolo—, no sé si finalmente se volvió loca o se hizo internar para zafar de don Propiedad Privada. El caso es que largó el piano —que era su vida— cuando yo apenas entraba en la primaria. Mi abuela me decía que mamá había llegado a ganar varios premios y que mi viejo la conoció en un concierto. Ocho horas por día estudiaba en la casa de los Bustamante, hasta que don Inmueble le regaló un mueble: un Steinway de doble cola con el que se aseguró la propiedad definitiva de mi vieja, y también de su talento, dedos, sueños y demás. En los años que siguieron, mi viejo se encargó de demostrarle, lavado de cerebro mediante, que tocar el piano no servía para nada. Eso sí: nunca perdía la oportunidad de mostrarlo como un trofeo de caza a cuanto invitado traía a cenar.
Ese Steinway fue el cordón umbilical que me sigue uniendo a ella, un cordón ya no del cuerpo sino del alma. Mamá me enseñó en secreto, bajo estricto pacto de silencio, desde los pequeños Czerny hasta los enredados Liszt. Ni siquiera mi hermano lo sabía. Sin darme cuenta, me había transformado en un talentosísimo pianista: un pianista del silencio. Tocaba a la par de las grabaciones de Rubinstein y Gelber, ¡y no podía mostrárselo a nadie! Te imaginás si Lucía me hubiera oído antes, en una de esas…
El caso es que me comí toda la carrera de contador, y un buen día volví con el título bajo el brazo para buscar la “parte” que me correspondía. Don Inmueble me había convencido de que estudiara esa carrera tan ajena a mí, a cambio de asegurarme, gerencia mediante, un futuro económico resuelto. “Si querés minas, autos, casa, poder”, etc.etc. Parecía el mismo demonio con los ofrecimientos, ¡el miserable! Yo accedí no por todo eso, sino porque después de aquel meloneo, pensaba que efectivamente a Lucía no podría ganarla con un pianito.
Cuando volví, el sillón de la gerencia ya estaba ocupado. Lo ocupaba justamente mi hermano menor, que no había terminado siquiera primer año. Según mi viejo, —esto lo escuché tras la puerta—, mi hermano me daba diez vueltas en astucia. Me enfurecí, no por el puesto perdido, sino por la traición. Cuando la disputa subió a su tono máximo, mi viejo me dijo directamente que yo era un idiota, que no me daba cuenta de lo que pasaba a mi alrededor. Ahí nomás lo agarré del brazo y lo arrastré hasta el living. Mi hermano amagó a sacármelo pensando que lo iba a matar, pero yo le dije que estaba todo bien, que viniera si quería. Lo llevé al sillón y lo incrusté de un solo empujón entre los almohadones. Cuando me senté al piano lo miré, y vi que sus ojos todavía no comprendían nada. Luego le descerrajé el Mefisto de Liszt con tanta furia, que el piano se corrió hasta hacer tope con la pared. Perdoname la jactancia, pero fue una versión impresionante. Al terminar, se produjo el silencio más elocuente de nuestras vidas. Lo rompí yo, para preguntarle: ¿quién es el idiota entonces? Luego agarré mi título y lo rompí en tantos pedazos como me permitió el cartón. Todavía estaba sentado cuando se los metí en el bolsillo. Lástima que mi vieja no estaba para ver ese glorioso momento. En fin, ya hace un mes que murió la pobre, y recién ahora estoy saliendo un poco de la depre.
Pero quedé en contarte de Lucía. ¿Conocés ese vals que se llama “Seré tu sombra”? Bueno, yo lo podría haber escrito treinta mil veces. Te imaginarás que lo primero que hice cuando me fui de casa, es rumbear para Buenos Aires. No me llevó mucho localizarla y arreglar las cosas para que el encuentro parezca casual. A veces me desconozco: tengo tantas luces para urdir tramas y cuando tengo que hablarle… bueh, para qué te voy a contar. Nos hicimos amigos. La muy guacha nunca me abría una hendijita, o yo no me daba cuenta, no sé. Igual llegamos a salir mucho. Me tenía ahí, como por las dudas. Entre matecito y conciertito, yo siempre estaba para consolarla de sus separaciones. Hasta le empecé a enseñar piano al más grande de los hijos, el de Pablo, que fue su primer esposo.
No sé si habrá alguien con un metejón tan grande como el mío. “Obsesión”, dice el psiquiatra. Bah, es lo mismo. Quizá todavía queden raíces de la mierda de mi viejo, y es por eso que he buscado apropiarme de Lucy como uno de aquellos trofeos de caza del señor Inmueble. No sé ni quiero pensar. Temo que explote otra vez la burbuja como en quinto y la pierda para siempre. Como te digo, hoy puedo dar gracias: finalmente tengo su mano enlazada con la mía. Y tengo su cabeza apoyada sobre mi hombro. ¡Tengo sus rulitos, los que me enloquecían! Te juro que me caen por el hombro con el mismo brillo de cascada de cuando era pendeja.
En fin, como decía el Señor Inmueble, la felicidad completa no existe. Pero algo es algo, al menos tengo lo que me interesaba: allá abajo, al pie del barranco y con el resto que no quise sacar, quedó el auto de Lucy, destrozado.


Alejandro Dinamarca
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Día de Pesca (cuento)

Cargué todos los formularios, documentos y folletos como si fueran mis elementos de pesca. En realidad, esos papeluchos no estaban muy lejos de serlo: esa mañana me había propuesto atrapar un pez gordo, y no volvería a casa hasta no haber justificado el uso de aquella carnada.
Desde una cuadra antes espié la esquina del bar: el Turco y su séquito de ratoncitos obsecuentes ya se habían atornillado a la vereda. Al verme se acomodaron en las sillas todos a la vez.
No bien llegué, el Turco arrastró una silla de otra mesa, la empujó con el pie golpeándome la rodilla: entendí que debía sentarme.
—¿Vieron, muchachos? —dijo—. ¡El Beto se nos va nomás! —y me señaló con su chopp medio vacío, como si brindase por la novedad.
—Me voy nomás —dije—, si todo sale bien…
Los ratoncitos se miraron entre ellos con su única sonrisa. Y después, más serios, me miraron a mí.
—¡Y cómo no te va a salir bien, Betito, si siempre fuiste un tipo de suerte!
Los imbéciles siguieron con el envión de la sonrisa obsecuente, para convertirla en una sonora carcajada.
—Un tipo de suerte —repitió alguien, y el Turco le hizo un gesto para que se callase.
—Un poco de suerte voy a necesitar —dije—: los trámites son complicados.
—¿Y cuáles son esos trámites? —dijo, mientras agarraba la botella para servirme el fondo de cerveza caliente que nadie había querido tomar.
—Y… pasaporte, pasajes, visas de migración. En fin, todas esas huevadas.
—¿Y el laburo es posta? Mirá que acá la cosa está empezando a moverse.
—Sí, claro. Pero dudo que en este pueblucho de mierda me paguen como en Sidney.
—¡Epa! —dijo el Turco, enmarcado por nuevas risas—. ¡Puta que era ambicioso el Beto!
—¿Acaso está mal?
—¿Qué “acaso está mal”? —dijo, remedándome—. ¿Rajar del barco antes que se hunda?
Ahora las risas rebotaron en el interior del bar vacío. Juan, el mozo del turno tarde, hojeaba el diario detrás de la barra. Se sobresaltó cuando escuchó las risas y corrió a sacar tres cervezas de la heladera, pedido que evidentemente había olvidado. Las trajo a la mesa del Turco, y se las destapó casi con una reverencia.
—¡Por fin, lenteja!
Y cuando el Turco se estiró para alcanzar una, yo me le adelanté y la agarré primero.
—¿Viste? —dijo, aún con la mano en el aire—. Ya lo decía yo: ¡siempre ambicioso el Betito!
—Es que voy a extrañar la Quilmes —dije, arrojando a la calle la cerveza caliente y sirviéndome de la nueva.
El Rengo Lucho arriesgó una risita, pero el Turco casi lo clavó con la mirada.
—Y para cuándo —dijo, sin mirarme,
—Para cuando qué —me sequé la espuma con el dorso de la mano.
—Para cuando pensás rajarte, infeliz.
El calor en la cara me delataba la ira, pero me contuve al recordar que esa mañana yo había salido de pesca.
—Y, unos pocos días. A lo mejor un mes. Tengo que esperar el contrato de trabajo. Me dijeron que ya está en camino.
—Y te vas a limpiar chatas y encajar papagallos allá también —dijo.
—No. El enfermero se queda acá. Lo de Australia me gusta mucho más.
—¡A la mierda! Y qué carajo es lo que te gusta mucho más, a vos.
—Carne. La carne me gusta.
Se hizo un silencio, y algunos que iban a agarrar el vaso se frenaron.
—Me estás jodiendo. Te vas a amasijar en una carnicería, boludo.
—No necesariamente, pero sí entro en el negocio de la carne.
El Turco, sin seguirme el hilo, puso punto final: sin aviso, instaló el fútbol como nuevo tema. Pero yo supe que lo de la carne le había quedado picando.
A los dos minutos terminó la cerveza, se limpió el bigote. Y, después de negarme lo suficiente, dejé que me convenciera: el turco quería que lo siguiese hasta el Polara.
—Subí —me dijo.
—¿Para?
—Subí, Beto. Vos y yo tenemos algo que hablar.
Y subí. La cosa marchaba.
Arrancó fondeando dos o tres veces y, con un alarido de gomas, salió por la principal hacia el camino costero.
Anduvimos un rato en silencio. La ruta hacia la laguna estaba bastante despejada. El Polara roncaba monótono.
—¡Dejate de joder! —dijo de pronto ablandando la voz—. Quedate acá. Este es tu pueblo, Beto: tenés un buen laburo, y ahora hasta parece que van a poner una clínica gigantesca. Tenés los amigos… además no te olvides que es aquí donde viven tus viejos.
—Justamente por eso me voy, si parecen más los padres tuyos que los míos: se la pasan todo el día hablando de vos.
—Por algo será. Preguntales quién les ceba mate todas las tardes, quién les trae los costillares del frigorífico gratis, quién los lleva al banco a pagar los impuestos. Preguntales y vas a ver.
El bosque se iba devorando el pueblo poco a poco a medida que nos alejábamos.
—Yo también podría hacer todo eso —dije—, sólo que cuando llego de mi día entero de hospital ya están durmiendo. Y auto, ya sabés, no tengo. Hubiera podido tener este Polara… si no lo hubieses comprado, por supuesto.
—¡Qué…!
—¿No te había dicho que estaba ahorrando para comprarme el Polara del doctor Montes?
—Mira vos —dijo el Turco, burlón—: me vine a comprar el único auto en venta que había en todo el pueblo…
—Era el que a mí me gustaba.
—Ma sí, sobre gustos no hay nada escrito. Fijate las minas, por ejemplo. Con las minas pasa lo mismo.
—Mejor no toquemos el tema, Turco.
—Paula y vos estaban peleados, infeliz. Estaban peleados cuando fuimos esa vez al baile.
—Pero vos andabas atrás de la otra melli. Y sabías que yo estaba con Paula.
—La otra melli no me dio bola.
—¡Vamos, Turco! Paula me dijo que su hermana estaba muerta con vos. Lo que pasa es que no sé por qué carajo vos siempre querés apropiarte de lo mío.
De pronto un auto nos pasó por derecha, a mil. El Turco le rajó un puteada descomunal.
—Esas son las boludeces que siempre repetís —dijo—. Dejate de joder y no me llores más la carta.—Y después de un silencio agregó, pegando un puñetazo en el volante —: ¿Querés el Polara del doctor Montes? ¡Tomá el Polara del doctor Montres! ¡Acá lo tenés, boludo: si te quedás, te lo vendo y todo, así te lo podés meter bien metido en el culo al Polara del doctor Montes!
—¡Epa! Cuánto interés en que me quede. ¿No será que si me voy se termina tu reinado? No vas a disponer gratis de un idiota para cagarte de risa y quedar como un canchero. Además vas a tener que elegir por vos mismo en lugar de dejar que yo elija, para después venir y quitarme la presa.
—¡Uy, mírenlo al señor con personalidad!
—¿No me quitaste acaso también el laburo del frigorífico. Cuando te conté lo de la vacante fuiste a ver un conocido. A la semana estabas trabajando.
Mi andanada pareció confundirlo.
—Bueno, bueno —dijo—, aflojemos un poco. Vamos a pescar, que hoy está bueno.
Quedamos un rato en silencio. El paisaje era más y más verde. Unas pocas casitas se resistían, acá y allá. Pero la fronda terminaba por tragárselas.
El Turco frenó justo al borde de la laguna. No me convenía que se enojase demasiado, lo necesitaba blando.
—Ese laburo de la carne —dijo con su sonrisa ladeada— parece más para mí que para vos.
—Todo se aprende.
Entonces me mostró una credencial de algún sindicato o algo por el estilo. En la foto, el Turco había adoptado la pose del Rey de Todos los Carniches de Este Mundo.
—Es que yo ya soy un especialista —dijo—: me aprendí todos los cortes, las calidades. ¿Tenés lápiz y papel? Te puedo dibujar de memoria el mapa de la vaca y todo … Si tanto te gusta la carne, te puedo conseguir un laburo en el frigorífico… —hizo un silencio como de tormenta inminente, yo lo adivinaba sufrir—. ¡Dejate de joder con el viaje! —explotó de pronto, casi eructándome la Quilmes en la cara.
—Ni en pedo —dije.
—Ni en pedo —repitió, atontado.
—Que ni en pedo me pierdo esta oportunidad, Turco. Es lo más grande que me ha pasado en la vida.
Noté desesperación y desconcierto en el clásico brillito de la codicia que le empezaba a inundar los ojos. Volvió a eructar mirando la laguna. Y me preguntó:
—¿Tiramos la línea?
Asentí.
Se fue hasta el baúl del Polara a buscar el equipo de pesca. Yo abrí mi maletín y saqué mi carnada.
—Mirá —dije, extendiéndole el colorido folleto.
—Si está en inglés, boludo.
—Igual se entiende, leé.
Comenzó a triturar un inglés tarzanesco:
—International… Me… Meats Com.. pani. ¿Qué carajo es me-ats?
—Mits —dije—, mits. Carnes, qué va a ser.
—¡Cierto, mi laburo! —dijo, y se rió con la carcajada más idiota que escuché en mi vida.


Esa tarde pesqué. Pesqué uno grande. Lo llevé, lo limpié. Y a las diez estábamos todos comiendo en la vereda del bar.
Se dijeron las mismas idioteces de siempre. En un momento, el Turco aseguró que yo era uno de los pilares de la barra, y que mi partida iba a dejar un vacío importante. Por las miradas que se cruzaba con los ratoncitos, sabía que estaba mintiendo de la forma más descarada.
Temprano me fui. Aunque al otro día no me tocaba ir al hospital, igual necesitaba dormir: debía ultimar muchos detalles y quería mantenerme fresco.
A la mañana siguiente, el Turco se sorprendió de verme en el umbral de su casa. Salió con el pelo todo revuelto.
—Pará un cacho —me dijo.
Espié por la ventana: sobre la mesa de la cocina pude ver el vestido de Paula, ese que le traje de Córdoba.
Al rato, el Turco se vino con unas sillas, que sacó directamente a la vereda. Se metió de nuevo para adentro —escuché una risita, o no sé si la imaginé— y volvió con las cosas del mate.
—¿Y bueno? —me preguntó, dándome la pava para que me hiciera cargo.
—Es complicado… —balbucí rascándome la nuca.
El Turco se acomodó como para escuchar un cuento de la boca de su abuelo.
—Te venís a despedir nomás —dijo.
—Todo lo contrario —contesté—: estuve pensando lo que me dijiste, y realmente creo que, jodido y todo como sos, tenés razón. Me parece que este último tiempo estuve engañándome, o a lo mejor esta posibilidad de irme me sacó de quicio. Nunca me había pasado algo semejante: cuando las cosas vienen tan fácil… bueno, vos sabés…. Anoche lo pensé bien, y creo que no me gusta tanto la carne. Además, no sé cuánto tiempo más van a vivir mis viejos, y me entró el miedo.
La chispita del Turco volvió a encenderse. Yo continué, con voz grave:
—Yo me quedo, Turco. Creo que voy a rechazar la oferta de laburo y me voy a quedar por eso que vos me decías.
—¿Y qué te decía yo? —preguntó, rascándose la cabeza—. Ni me acuerdo qué te decía.
—Los amigos. Me hablabas de los amigos. Del pueblo, de mis viejos. Y…
Y no pude terminar la frase: el Turco miró hacia la mesa de la cocina como quien se acuerda de algo importante. Salió rápidamente, aunque regresó sólo con una bandeja de galletitas. Yo miré hacia la cocina: el vestido de Paula ya no estaba sobre la mesa.
—Y bueno, macho —dijo palmeándome—. ¡Hay que tomar decisiones en la vida!
—La decisión ya la tomé, Turco.
Me sacó la pava vacía y la fue a llenar. Cuando regresó, estoicamente se hizo cargo del mate,.
—Mirá —me dijo—: no quiero que pienses que es otra de esas boludeces que decís. Yo no pienso robarte nada. Pero si vos no vas a aprovechar el laburo, quiero que sepas que a mí me interesa —bajó el volumen, se aclaró la voz—. Este pueblo me tiene podrido —agregó en tono confidencial—. Me tienen podrido las mismas caras, los mismos cuentos. Ni siquiera tengo a mis viejos viviendo acá, ¿viste? Y en cuanto a Paula…
—… no tenés que explicarme nada .
—¿Cómo es la mano? —preguntó, ya de pie.
—¿Con Paula?
—Con el laburo, gil.
—Y… —dije—. Hay que hacer una serie de papeleo. Pero, si a vos te interesa, yo te voy a ayudar.
El Turco amagó a abrazarme, pero se contuvo: tal vez un orgullo secreto lo hizo echarse atrás. Yo continué:
—Mañana mismo empezamos los trámites. Eso sí: por ahora, no se lo comentés a nadie; se hace toda una pelota de cuentos y versiones que te terminan jodiendo. Yo les diré que finalmente no me voy y punto.

En menos de un mes ya tenía el Turco su pasaporte, un curso de inglés básico, los pasajes y cinco mil dólares para los primeros gastos. Los hijos de puta de mis contactos me los habían mandado sin chistar.
Lo último que abrochamos fue lo del “contrato de trabajo” y todas las innumerables cláusulas que la organización exigía: seguros sociales, de vida y de salud, vacunas hasta contra la diarrea, radiografías y mil incisos más. El Turco cumplió a rajatabla con el pacto de silencio: nadie había venido a despedirlo.
Los tipos no se andaban con chiquitas: me dieron el paquete en el aeropuerto, no bien el Turco entró en el avión. Todavía tengo los dedos manchados de tinta fresca: cincuenta mil verdes, uno arriba del otro. Tranquilamente podían no haberlo hecho: yo era un energúmeno miserable, podían haberme pisoteado como una cucaracha y conservado los cincuenta mil. Pero no: eran derechos dentro de su mundo torcido. Y eso que, al lado de estos, los mafiosos que yo había conocido parecían más buenos que el abuelito de Heidi.
Me quedé entre ellos, a la entrada de Embarques, en medio de un incómodo silencio que rompí con una ocurrencia estúpida.
—¿Cómo van a entregar los órganos en Sidney? —le pregunté al más grandote.
El gorila largó una carcajada que todavía recuerdo. Me señaló con su nariz la escalera de embarque: el Turco saludaba contentísimo.
—Así como van—me respondió, apuntándolo con el dedo—. En el envase.

Alejandro Dinamarca
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Café Margot (cuento)

Mágica noche la de esta noche, 31 de diciembre de 1999. Faustino vendrá al bar para completar el tesoro de Margot; depositará dentro de la vitrina la pieza faltante: un prendedor, una margarita tallada en marfil. “Violentos estallidos de luz” le viene augurando al “Margot” el columnista del periódico vecinal para esta, la última noche del milenio —en realidad, pienso que esos estallidos ya fueron prefigurados hace más de cuarenta años, cuando mis ojos vieron lo que no debían haber visto jamás.
Pero volvamos al presente, al barrio de Boedo, el último Año Nuevo del siglo. El “Margot” estaba hasta las manos, más esperando a Faustino que al 2000.
Por suerte, la mesa eterna me esperaba intacta e intocable. Yo la miré desde la vereda, y me acordé de la mesa que espera a Hemingway en el Floridita de la Habana; esa mesa oscura, Penélope mulata tejiendo y destejiendo historias de ron. La mesa eterna del “Margot” espera siempre a mi viejo; pero él, al igual que Hemingway, ya no volverá para sentarse. O sí, si es que el augurio se cumple: el periodista no dejaba de hablar de la “inminente resolución del misterio de la profecía”, dado que se acercaba a cada segundo la hora de la verdad. Pronto, exactamente a las doce de la noche, se completarían las reliquias exhibidas junto al retrato de Margot, reliquias que la engalanaban en una foto perdida, inhallable. “Creen los vecinos —decía el columnista— que el día en que se reúnan las pertenencias dispersas que luce en aquella foto, Margot cobrará vida. Aseguran que, en medio de violentos estallidos de luz, ella regresará para agradecer la ofrenda y así poder descansar en paz”.
De manera que era lógico que la expectativa de todos —de todo el bar, de todo el barrio— estuviese centrada en esa resurrección. La llegada de Faustino con el prendedor de marfil, justo en el último minuto del siglo XX, era un hecho programado; conociéndolo, sólo la muerte lo detendría. Pero, una vez que los objetos volvieran a unirse… ¿se cumpliría la profecía al fin y al cabo? ¿De qué modo regresaría Margot? Yo me sonreí por lo de “violentos estallidos de luz”. Seguramente la fantasía surgió de la propia contemplación de la foto por parte de aquellos que alcanzaron a verla. ¿Podría acaso tratarse de otra cosa, de algo más que una mera fantasía? En el círculo íntimo, sabíamos que la había tomado Faustino en una terraza de Montmartre en la noche de Año Nuevo del 52. El “fondo luminoso” no era otra cosa que los fuegos artificiales distorsionados por la lente de la Voighlander. Margot estaba magnífica, luciendo sus prendas más queridas.
Antes de que pudiese yo entrar al “Margot”, me atajó un vendedor que me juró tener el último billete de la grande de Año Nuevo: terminaba en 10. ¿Por qué no?, me dije. Hoy es una noche mágica, que va de diez en diez: diez años de la muerte del viejo —que por otra parte hoy cumpliría ochenta—, cincuenta años desde que inauguró el “Margot”. ¡Y encima el billete costaba $ 10.-!
Entré guardándomelo en el saco. Cuando miré alrededor me fue difícil contener las lágrimas: entre las burbujas del cóctel de abrazos, aplausos y copas con que me recibieron, Margot se asomaba intermitente, sonriendo desde su retrato. Más arriba, atesoradas tras el cristal y como prueba irrefutable de su existencia, dormían la boina azul, el cuello de organza con espumoso encaje y los guantes de finísima cabritilla. Sólo faltaba la margarita de marfil.
Alguien dijo que el avión de Faustino se había retrasado, pero que el viejo había llegado al hotel.
—¡Ya está viniendo para acá! —anunció por el micrófono, jubiloso, el Tete Campos, el actual dueño—. ¡Faustino! ¡Y con el prendedor que completará las prendas! —añadió, señalando la vitrina.
Las prendas, cuánto tiempo. Recordé la foto mítica del día en que Margot las estrenaba en París, la foto que después usó un retratista de Montparnasse para reproducir la belleza irreproducible: había rescatado sólo la boina y la mirada. Esa foto de cuarenta y tantos años —que nadie sabe cómo desapareció—, es la que dio origen a la profecía. Y ahora faltaban sólo treinta y cinco minutos para descubrir si el mito era solamente un mito o si la magia seguía viviendo en el mundo.
Imaginé las prendas recién estrenadas: lucirían con un glamour único, propio de las damas de alta sociedad que pululaban en la Avenue Montaigne. Costó mucho reunirlas a todas, ya que el Tete Campos sólo conservaba la boina azul. El cuello lo aportó Maite Salaberry en ocasión del treinta aniversario. Margot se lo había prestado para una fiesta y, aunque se lo reclamó veinte veces, Maite nunca se lo devolvió.
Para los cuarenta y siete años del café, pudieron localizar los guantes en un negocio de San Telmo, gracias a una dedicatoria que Troilo le escribió a Margot en el reverso: cuando el gordo ya se iba de la fiesta junto con Grela, después de haber descosido “Madame Ivonne” con tanta genialidad, Margot lo atajó en la vereda para que le dedicara una frase. Cuando se dio cuenta de que no tenía papel, ella dio vuelta el guante y se lo puso en la espalda. El gordo le estampó solemnemente: “Para Margot, para que la fiesta no se termine nunca”. Y claro, Margot siempre se salía con la suya.
Poco a poco, el gentío me fue dejando aire y llegué a “la eterna” con Maite prendida de mi brazo. En el tumulto le habían desbaratado un poco el peinado, tenía ladeados los anteojos.
—Gracias, nene —me dijo cuando se los alineé con un gesto cariñoso—.¡Cómo me canso! —Y agregó, con los ojos brillantes—: ¡La puta que estamos viejos, nene!
—Por lo menos, vos me seguís diciendo “nene”.
—Es que con vos me pasa como a las madres: para mí nunca creciste. Cuando empezamos con tu viejo y Faustino, vos andabas por los… ¿seis?, ¿ocho?
—Cinco, Maite. Cinco años tenía yo. Y ya piso los cincuenta y seis.
Se acomodó el bretel, agarrando también un puñado de su pellejo: los colgantes de carne le daban cierta apariencia de perro chou-chou a su corpachón de antaño, ahora reducido.
Pedimos el primer Martini, y ya la vieja se había fumado dos negros. Decidí encender el Cohiba antes de que llegara Faustino. El pobre seguramente no me iba a decir nada, pero yo sabía que a sus fuelles dañados por ocho décadas de tabaco no les iba a caer muy bien el humo denso. Una lástima. Me hubiera gustado compartir con él el habano que tanto nos evocaba al viejo. Él siempre se lo fumaba cada treinta y uno de diciembre. En su vida había probado un cigarrillo, pero el Cohiba era una religión. Yo le heredé la costumbre ritual de taladrarme la garganta con esos remolinos azules que parecían los mismísimos huracanes del Caribe. Y también le heredé el gusto por las fiestas fenomenales: mi viejo era un ser generoso al extremo, y aunque vino a nacer un 31 de diciembre, nunca dejó de considerar el deseo de los otros de pasar Año Nuevo en familia; para los festejos de sus cumpleaños invitaba a sus amigos, con sus padres, sus hijos, sus cuñados y los amigos de los cuñados. Todos decían que esas habían sido las fiestas más espectaculares que habían disfrutado. Y yo y el Tete queríamos revivir aquel mismo espíritu esta misma noche. Y en el “Margot”.
Pero no todo era vino y rosas. En el año de la inauguración, la relación de mis viejos se venía en picada. Cada día eran lágrimas y lágrimas, peleas que se desataban desde una charla cordial. Yo no entendía nada. Las cosas parecían estar bien… y de pronto la tormenta.
No sé si fue por cuestiones de personalidad o por los vientos de existencialismo que soplaban por esos años; lo cierto es que fue en el verano del cincuenta cuando mi viejo decidió tomar su existencia con sus propias manos, “a la manera sartreana”, decía. Y entonces, una noche, entre la niebla de una curda fenomenal, apareció Margot. Y, desde esa vez, ya nunca pudieron separarse —Faustino siempre se jactaba de ser él quien la había traído, pero mi viejo afirmaba que de todos modos la hubiera encontrado sin ayuda.
Lo cierto es que, a partir de Margot, las cosas en mi familia comenzaron a encarrilarse. Radiante, optimista, el viejo pareció renacer. Empezó a vender el doble y debió comprar un depósito en la zona de Boedo. Claro que, en esa época, a un tipo conocido como él le era difícil esconder a Margot. Tenía que crear un espacio para encontrarse con ella. Y fue así que se le ocurrió abrir un café al lado del depósito y ponerla al frente del negocio.
El primero de enero del 50, abrió el “Margot” a la una y cuarto de la madrugada. Mi vieja era bastante amarga, y siempre después de brindar boludeaba una media hora y se iba a dormir. Faustino, que ese año había venido a pasarlo en casa, le “insistió” al viejo para ir a saludar a los Salaberry. Sabía que mi vieja no les tenía simpatía, y por lo tanto no se iba a prender. Dicho y hecho: media hora después entraban arando en el depósito. Mi viejo abrió las puertas de una casucha lindera, que oficiaba de escondite de Margot. Ella era rápida para vestirse, pero bastante lenta y meticulosa con el maquillaje. Mientras, Faustino fumaba, daba vueltas y miraba el reloj.
Hablando de eso, hice lo mismo: faltaban apenas quince minutos para la hora. De Faustino, ni noticias.
La noche de la inauguración del “Margot” fue apoteótica. Me hubiese gustado estar allí. Pero, la verdad, con la entusiasta precisión con que me la contó el viejo, no hizo falta. Fue tan importante para él esa noche, que me narró los hechos como si fueran un cuento de hadas. Yo ya tenía veinte años, pero para mí fue el mejor relato, el más vívido que nadie me pudo contar. Para ese entonces yo hacía ocho años que había descubierto la relación prohibida, pero decidí acompañarlo a mi viejo. Ignoraba cómo había comenzado todo, y tampoco quería preguntar.
Desde ese entonces, teniéndome a mí como compinche, le fue mucho más fácil justificar sus ausencias. Hasta llegué a tomar un horario fijo para atender el “Margot” a la tarde, cuando salía de la facultad.
El café comenzó a brillar en el barrio, y cada vez llegaba gente de más lejos. Poco tiempo le llevó a Margot meterse a todos en el bolsillo. Su belleza sin par, su simpatía y generosidad, la convirtieron en objeto de adoración, en confesora de cuanto noctámbulo pisara la esquina de Boedo y San Ignacio.
Los primeros años, mi viejo debió laburar más y dormir menos para poder llevar adelante su doble vida. Pero no dejó de ser un padrazo y un comerciante de prestigio. Encima, nunca le hizo faltar nada a mi vieja. Como la guita entraba a lo pavo, ella no preguntaba. Ni siquiera llegó a conocer el famoso depósito, donde mi viejo “acopiaba mercadería” meta y ponga hasta las tres. Además aquel sitio quedaba bastante retirado de nuestra casona de las Lomas de San Isidro, en donde mi vieja se dormía con las luces prendidas, la cara oculta bajo un techo construido con fotos recortadas de la Vogue.
Yo deambulaba arrastrando el Billiken sin el menor rastro de sueño. Como iba a la escuela de tarde, me acostaba a cualquier hora. Mi vieja le tenía fobia a la oscuridad; por eso, hasta al gato le resultaba difícil dormirse con tanta luz todo el tiempo. En ese desvelo permanente pude escuchar, haciéndome el distraído, innumerables conversaciones de los mayores. Casi siempre yo navegaba como el Colón de mi revistita y no entendía ni jota; pero a veces establecía mi propia coherencia a partir de las frases que escuchaba, y completaba las historias de acuerdo a las ganas de imaginar que tuviera esa noche. Y así fue naciendo mi sospecha.
Un día descubrí todo.
Mi mejor excusa para aparecerme por el depósito fue la de llevarle a mi viejo el boletín: finalmente me había sacado de encima Matemáticas, tal cual se lo había prometido.
Cuando llegué vi el auto de Faustino enfrente. Ya los empleados se habían ido, y el gil al pasar había dejado el portón mal cerrado.
Crucé medio a tientas, tropezando con cajas, en dirección a la única luz que llegaba desde la casucha del fondo. Nunca había entrado en esa casucha. Mi viejo me decía que era un nido de ratas.
Como decía al comienzo, los “violentos estallidos de luz” que presagiaba el columnista fueron anticipados por mis ojos. Porque ese día me fue dado descubrir a mi viejo “in fraganti”.
Durante un tiempo, el pobre me mandó secretamente al psicólogo. Pero yo nunca creí que debía curarme de nada. Me bastó la explicación sincera, sentida, profunda, que me dio entre lágrimas y caricias. Desde entonces fuimos para siempre amigos, quizá los mejores amigos que jamás hayan existido.

Después vinieron días felices. Cuando me recibí, el viejo me puso al frente de la empresa (la del depósito).
A esa altura, mi vieja ya se había construido una trinchera con las fotitos de la Vogue, y desde allí disparaba permanentemente sus metrallas de coloridas puteadas. Creo que ella también intuía algo, pero no quería abandonar esa vida privilegiada de Las Lomas.
Finalmente, cuando la situación se hizo insostenible, fue mi viejo quien le pidió el insólito divorcio de un matrimonio de casi medio siglo de duración. En los cinco años que siguieron, mi vieja fue perdiendo del todo la cordura, un poco por la separación, otro poco por lo que traía de fábrica.
Pero el golpe final fue cuando se enteró de lo de Margot.
La noche de Año Nuevo del noventa, entró en la casa de Faustino pateando la puerta a lo Rambo. Empuñaba una .9mm, que vaya a saber uno de dónde carajo había sacado. Ciega de furia, encañonó a mi viejo sin dejar de mirar a Faustino.
—¡Margot es mía! —le gritaba— ¡Margot es mía o de nadie!
Pobre vieja, estaba rematadamente loca. ¿Qué cosas le pasarían por la cabeza?


—Cinco minutos —dije—. Apenas cinco para las doce.
La vieja Maite asintió, pidió su segundo Martini y se volvió a acomodar el bretel junto a otro puñado de pellejo.
En ese momento pararon los autos de la pequeña comitiva. Los dos pudimos ver a Faustino bajar con dificultad aferrado a su bastón. Todo el café se puso de pie y estalló en un estruendo de gritos y aplausos.
Triunfal, Faustino levantó el prendedor: la última pieza de las reliquias sagradas de Margot. Se abrió entre el tumulto una calle para que lo colocara en la vitrina. Alcanzó a verme entre las cabezas y amagó a venir, pero el Tete Campos se le acercó y le habló al oído poniéndose un dedo en el reloj. Seguramente le habrá recordado que ya estaban a punto de dar las doce, que en ese preciso momento debía reunir la marfileña margarita con los demás objetos, según lo planificado.
Con la mano hecha temblores y en medio de una ovación, Faustino dejó en la vitrina la última pertenencia. Y a mí se me estrujó el pecho: ¿se cumpliría ahora la profecía, aquel mito urbano del barrio de Boedo?
Fue en ese momento que el cielo estalló en mil explosiones de luz y las sirenas desgarraron el final de un siglo. Fue en ese momento que se produjo el milagro. Una bengala perdida explotó cerca del vidrio de la entrada y lo destrozó en medio de un rojo resplandor. La vieja Maite, del susto, le erró a mi brazo y se agarró de la vitrina, arrancándola de la pared y estrellándola contra el piso. Afuera, Buenos Aires explotaba dos mil años de pólvora.
Las prendas finalmente se habían vuelto a encontrar entre un caos de vidrios rotos, como simbolizando su eterna tragedia. Ante los ojos atónitos de la concurrencia, Margot apareció a su manera, cumpliendo con la leyenda: la foto perdida, se asomaba detrás del retrato destrozado que la había ocultado por más de cuarenta años. Margot feliz, Margot burbujeante, Margot iluminada por los fuegos de Montmartre. Pero si hubo un hecho que justificara la profecía fue la aparición de otra foto, también escondida detrás del marco descuajeringado —quizá Margot, presintiendo su trágico final, había preparado este “souvenir” que ahora hizo caer las mandíbulas de todos los presentes, al descubrirse la verdad.
Al ver esa foto, no pude evitar el recuerdo de aquella tarde en la que entré con mis doce años en la casucha del fondo. En medio del estallido de mi cerebro, no podía comprender qué hacía mi viejo en pelotas, con una boina azul, un cuello de encajes y unos guantes de cabritilla, abrazado con Faustino, también desnudo.
Ahora, mis ojos de cincuenta y seis años volvieron a estallar, pero esta vez en lágrimas.
—¡Cómo te extraño, viejito lindo! —se me escapó—. ¡Cómo te extraño, viejito turro!
Me agaché a recoger los retratos y la margarita tallada en marfil.
Desde arriba, una mano me puso algo delante de los ojos, un papel cuadrado. Era Faustino, que me entregaba una tarjeta.
—Se la di a mi Margot —dijo con voz crapulosa— junto con el prendedor.
La letra aún podía leerse con claridad, a pesar de los océanos de tiempo:
"YA NO SOS MI MARGARITA...AHORA TE LLAMAN: MARGOT"


Alejandro Dinamarca
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Funeraria "El Cerrito" (cuento)

—¡vamos Chiquito! ¡tire fuerte y no me mire con esa cara! Además el cajón está liviano, no se puede quejar. Yo no tengo la culpa de que hayan hecho el cementerio arriba del cerro.
Le dije mil veces a Don Cosme que había que mudarlo cerquita del arroyo, pero siempre me respondía que no podíamos bajar todos los finaditos con sólo dos burros —en ese entonces estaba también el Toti— y así nomás se fueron pasando los años, que sí que no hasta que un día cayó el Toti, entonces fue que no.
Para traer otros burros necesitábamos un mozo que le aguanten las piernas y las fuerzas para bajar hasta Vicuñas y comprarlos en los potreros, pero el Juancito, el último mozo que nos quedaba, bajó y ya nadie supo más de él.
Aquella vez, mucho antes de lo del Juancito, cuando todavía dependíamos de la municipalidad, me calenté y me bajé solo —¿se acuerda, Chiquito?. Seis días y seis noches tardé.
En el camino iba pensando lo que le diría al gobierno mayor. Enojado se lo iba a decir:
—¡es una vergüenza señor gobernador! Hace cinco años que el Honorable Concejo Deliberante de El Cerrito aprobó por unanimidad que nos faltan cuatro burros, —bueno, algo así— o que es menester el urgente aprovisionamiento de cuatro equinos —no, mejor que no, a ver si me dan cuatro caballos y no pueden subir ni a la entrada del valle ¡y yo que no sé como se dice burro en difícil!
Cuando llegué, lejos de atenderme el gobernador, me atendió un mocito de esos de ciudad que no saben distinguir entre el sur y el norte. Mucho menos iba a saber adonde estaba El Cerrito. ¡Tuvo que mirar el mapa el muy burro! — perdone por la comparación, y dígame si está cansado paramos un rato, total en este viaje no tenemos apuro—
Volviendo al mocito, después me dijo que llenara un formulario y que pronto nos iba a mandar al pueblo un camión con los animales. Yo me le largué a reír en la cara. Si pudiera llegar el camión —le dije— llevaríamos los finados en coche fúnebre como Dios manda.
El me preguntó si queríamos los burros sólo para enterrar los muertos y bajar la lana, y yo que nunca he mentido —usted lo sabe— le dije que sí.
El mozo se fue para adentro y a la hora volvió diciéndome que de bajar la lana se iban a encargar directamente los compradores en Vicuñas, y ellos mismos iban a subir las provisiones en cada entrega. Con respecto a los entierros —continuó— la municipalidad deberá encargarse de llamar a licitación para el servicio.
La licitación se hizo y la ganó —por supuesto— Don Cosme, que era el único que tenía dos burros en El Cerrito. Me acuerdo el día de la inauguración de la funeraria: usted parecía un alazán, ¡hasta lo habían bañado! Al Toti no pudieron bañarlo, ya estaba grande y muy caprichoso, así que le pusieron nomás los arneses y fue el primero que probó el carro.
Aunque en realidad el primero que lo probó en serio fue el intendente, ¡pobre viejo!, si hubiera sabido que estaba organizando su propio funeral por ahí se echaba atrás. Me acuerdo que estaba tan contento en la comilona de inauguración que organizó Don Cosme, que después de abrigarse con unas cuantas chichas, salió al patio en camiseta y se acostó en el carro fúnebre de chistoso que era nomás. Al otro día lo teníamos acostado, pero forrado en madera al pobre, el corazón se le partió en dos.
Lo que no sabíamos cuando lo estábamos subiendo al cementerio, es que estábamos enterrando a todo el pueblo.
Nunca nos habíamos numerado, pero hace rato que nos dábamos cuenta que íbamos quedando pocos, los jóvenes se iban y no volvían, y atrás se iban muchos de sus padres; además hacía como diez años que no llegaba nadie a vivir en el pueblo.
El caso es que un día vinieron los del censo, y contándolo al intendente llegamos al número justito para ser un municipio independiente, al morirse el viejo, se murió también El Cerrito, ya que no conseguimos ni de favor a alguien que quiera venir a estas alturas para completar el número.
Me acuerdo muy bien, fue el 25 de Julio que vinieron los del gobierno y nos sacaron la autonomía. ¿se imagina usted? Si no nos atendían como municipio lo que sería en adelante como una pobrecita delegación.
Y fue así nomás: nos olvidaron. Solamente cuatro veces al año nos entregaban las provisiones a cambio de la lana y lo poco que se producía en el cerro.
Una cosa fue ventajosa, eso sí: como ellos se manejaban a ciegas con todo lo que le decían los papeles, los contratos de aprovisionamiento los hacían en base al último censo, y desde ese día al año siguiente, no quedábamos ni un cuarto del pueblo; pero ellos preferían darnos de más a tener que subir a contarnos nuevamente. Es así que teníamos comida como para tres pueblos juntos, nada nos faltaba durante todo el año, éramos felices con nuestras ovejitas la chicha y la coca.
Casi sin darnos cuenta nos fuimos poniendo viejos y como es lógico, nos entró la preocupación por la muerte, preocupación, no miedo —usted sabe— cómo iba a ser el velorio, quien iba a poder subir a acompañar, pero por sobre todo: de dónde íbamos a sacar el cajón, ya que Don Chicho se había gastado el último y no teníamos madera ni para arreglar el rancho.
—Usted dígame si lo aburro con la charla, Chiquito, es que no quiero que se me haga maricón, es decir que sea-burra ¿me entiende? —perdóneme que me ría un rato, es que usted sabe que desde hace tiempo aquí le ponemos fiesta a lo entierros.
No sé muy bien cuando empezó esto de las fiestas, creo que cuando trajeron los parcos.
Como le contaba, como no teníamos nada de qué preocuparnos en la vida, nos empezamos a preocupar por la muerte y todo lo que encierra el último adiós. Por empezar, queríamos tener un buen ataúd, lustroso y elegante, que contrastara con todo lo rústico que es el pueblo, pura piedra y rama.
Fue entonces que vino la elección y nos dimos cuenta que nos necesitaban porque vinieron a ofrecernos de todo los políticos. Parece que en el pueblo los dos partidos estaban bastante empatados y que nosotros definíamos el resultado. Entonces nos dijeron que pidamos cualquier cosa a cambio de los votos. No necesitamos consultas entre nosotros, solamente unas miradas.
Para ese entonces quedábamos treinta y dos en el pueblo. Los del partido azul nos ofrecían sólo veintidós y diez más en el próximo año. No nos convenció, así que terminamos arreglando con los colorados en treinta y dos y por anticipado, antes de votar, usted sabe que los políticos después de la elección se hacen bien los burros —y perdóneme otra vez la comparación—
¡Qué lindo fue cuando llegaron! Yo nunca fui al cine, pero calculo que una película debe ser así. Los treinta y dos estábamos amontonaditos en lo más alto de la quebrada viendo como subía la larga hilera de ataúdes, ¡parecían hormigas de madera! de madera lustrada, claro.
Fue una fiesta esa noche —me acuerdo como si fuera hoy— pusimos en una bolsa los treinta y dos números y fuimos sorteando los puestos para elegir, ya que no todos eran iguales y de la misma calidad, según me contaron después los peones que los subieron, parece que tuvieron que ir hasta San Salvador para completar el número, ¡las cosas que hacen estos políticos por un voto!
A mi me tocó el veintinueve, así que no es de los mejores, pero sí, muy livianito para su suerte.
La fiesta duró hasta el otro día. Don Cosme estaba tan borracho que fue él mismo en hacer la propuesta. No tenía sentido —dijo— que la empresa se llamara “Funeraria Don Cosme”, ya que la mayor inversión había sido aportada por todo el pueblo, desde esa noche la empresa sería propiedad de todos los habitantes y se llamaría: “Funeraria El Cerrito”
Todos aplaudieron y bailaron como en los mejores tiempos. Fíjese usted qué curioso que de tanto amar nuestra forma de vida, comenzamos a amar nuestra forma de muerte, es así que decidimos ponerle un sello, y ese sello fue la fiesta,
Desde ese día, cada vez que se muriese alguno, deberíamos hacer una gran fiesta, con tarkas, sikus y cajas, bailar y chupar hasta el otro día en el que lo subiríamos al cerro.
Ya no nos importaba que el cementerio quede arriba, y si a usted le faltaba fuerza o se le atrancaba el carro, siempre alguno estaba dispuesto a empujar.
Doña Artemia y Urbana eran las encargadas de la preparación del finado. Lo dejaban hecho una pinturita, bien trajeado, perfumado y sonriente. Por suerte, todos morían sonrientes ¡también! ¡con la farra que les esperaba!
Parece mentira, pero empezamos a sentir un poco de envidia del finado, estaba ahí como el rey de la fiesta, y tenía todos nuestros honores y homenajes, contábamos lo mejor de su vida, llevábamos cosas hechas por él ¡que lindo!
Hacía muchos años que nadie bajaba a Vicuñas, por lo tanto nadie compraba ropas ni nada por el estilo, lo único que estábamos deseosos de estrenar era el parco. No se vaya a pensar que buscábamos la muerte, todo lo contrario, nos gustaba esa forma de vida, ese estado de esperanza. Cada día llevábamos nuestras ovejitas a pastar, hacíamos los quesillos y mascábamos nuestra coca, todos en paz, ¡éramos tan pocos! Nuestros días eran muy parecidos, hacía rato que no sabíamos cuando era sábado o domingo, y mucho menos Navidad o Año Nuevo, no sabíamos cuando era nuestro cumpleaños, así que las únicas fiestas que nos quedaban eran las de la esquila, cuando llegaban las provisiones, y la de los finados.
Poquito a poco se fueron yendo Antuco, Don Choke, la Palmira y todos los otros, menos mal que Urbana fue una de las últimas así que todos estuvieron bien presentaditos.
Me acuerdo —pobre Urbana— cuando le tocó preparar a la Artemia, su compañera de trabajo de tantos años: lloró. Hacía rato que nadie lloraba en los velorios, pero esa vez lo entendimos, y para acompañarla nomás, lloramos todos.
Casi se nos derrumba la empresa esa vez, me acuerdo. Fue un velorio triste. Menos mal que a eso de las diez el Virgilio tocó el erkencho y nos hizo despabilar a todos, después como si fuera poco pegó un grito y trajo jarras de chicha para todos y ahí nomás empezó el baile.
Urbana se recompuso y empezó a chupar. No paró hasta que se cayó cinco horas después. Decidimos dejarla durmiendo, para mí, que lo hizo para no acompañar a la Artemia, me parece que es la única muerte que no aceptó.
Después siguieron las fiestas normalmente, sólo cambiaron un poco cuando se fue el último de los musiqueros, entonces decidimos pasar la velada contando cuentos y jugando al truco, igual nos divertíamos a lo grande.
Cuando se murió la Urbana tuve que inventar un aparato especial ¿se acuerda? A mí me decían “el ingeniero”, porque siempre estaba haciendo algún invento ya sea para la esquila, para los corrales o alguna maquinita de ramas para las casas, pero esa vez tuve que pensar un buen rato. La Urbana se había puesto muy gorda y todos decíamos que el Chiquito sólo no iba a poder, ahora le confieso, usted disculpe, pero en ese momento yo tampoco le tenía fé, más viendo la montaña que formaba la Urbana acostada y lo que nos costó meterla en el cajón.
Así que inventé ese aparato con unos engranajes viejos para ir ayudando y trabando para que no se nos viniera en bajada. Cuatro horas tardamos. ¡pobre Chiquito! Me acuerdo que usted me miraba como preguntándome ¿y si la enterramos acá?
Desde ese entonces tuvimos muertos desprolijos, pero eso sí, siempre sonrientes.
Le confieso que desde el velorio de la Artemia no lloraba, pero cuando se fue Don Cosme realmente me puse triste y no tuve ganas de festejar, además usted en su calidad de burro, básicamente no chupa y nunca me gustó chupar solo. Fue en ese momento que me entró el miedo, ahí entendí que la verdadera muerte es la soledad. Con Don Cosme éramos como hermanos y más cuando quedamos los dos solitos.
El día que murió además de no tener ganas de hacer fiesta, tampoco soporté el hecho de tener que velarlo, no lo podía ni mirar —¿se acuerda?— Así que decidí enterrarlo de noche, ¡pobre Don Cosme! Creo que él sabía que finalmente no tendría fiesta.
Pasaron tres años ya y usted es el único amigo que me queda, Chiquito, nunca me voy a olvidar lo bien que la pasamos juntos. Le confieso un secreto, en realidad todo este tiempo estuve sintiendo un poco de miedo, no de la muerte, usted sabe que en El Cerrito nadie le teme a la muerte, pero sí me preocupaba, digámosle así, la idea de que nadie me fuera a enterrar y que me quedara muerto por ahí, en medio del campo y me comieran los caranchos.
Todos sabemos que eso es una mala señal, las guerras, los abandonos, los desastres han dado muchos muertos a los caranchos y no quisiera ser parte de esos errores de la humanidad, por eso he inventado una máquina, mi última máquina.
Cuando lleguemos arriba, usted va a ver una fosa mucho más honda que las demás y por eso, va a ver una montaña de tierra mucho más grande. Esa montaña está contenida por una especie de trampa de palos que yo mismo he colocado, todos son del techo de mi rancho —usted mismo me vio desarmándolo estos días— A esa trampa la sostiene un solo palo. En ese palo, y perdóneme por esta última ingratitud, va a estar atado usted.
Yo voy a bajar el cajón con un arnés y me voy a acostar tranquilo, sólo cuando cierre la tapa tendré que gritarle un poco para charlar.
Debajo de la tuna le puse un bebedero con agua fresca y bastante comida, si, ya sé que ahora no tiene hambre, pero cuando pasen las horas la va a tener, y también mucha sed.
El bebedero está un poco lejos, para llegar va a tener que tirar fuerte, usted no se haga problemas, cuando quiera vaya nomás y coma, yo sabré que la fiesta me la va a dedicar a mi.

Alejandro Dinamarca
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Una Fracción de Segundo

Tucho pensó que aquel no había sido un buen día: el verano pegando fuerte, la calle absolutamente desierta; los pocos que aún quedaban en Buenos Aires boqueaban frente a un ventilador, y lo que menos pensaban era cocinarse dentro de su taxi. Apenas treinta y cinco pesos con cuarenta era toda la recaudación: treinta en el bolsillo, y cinco con cuarenta en monedas.
Había decidido terminar el día con el viaje a casa de Mariano, su hijo mayor: llevaría a Luly, la menor de sus nietas, al cumpleaños de una nena que, según el despistado de Mariano, se llamaba “Vicky, Piqui o algo así”, aunque él sabía muy bien que el nombre de la amiguita de su nieta era Vicky.
—¡Qué hacés, idiota!
El Falcon se le vino encima, y si Tucho no pega el volantazo, lo hubieran tenido que sacar del asiento de atrás. Lejos de frenar, el Falcon lo corrió y se le vino una y otra vez hasta que se le puso a la par. Tucho miró hacia el otro lado para ver cómo esquivarlo, pero de la nada aparecieron más de diez autos. Tiró un cambio menos y fondeó el acelerador: el impacto fue nada más que un leve raspón en el guardabarros trasero.
El Falcon zigzagueó y se detuvo unos metros atrás.
—¡Matalo! —dijeron algunas voces.
Tucho se bajó con una pinza en la mano, lo único que encontró además de una linterna sin pilas que descartó por liviana; también la pinza le pareció poco apropiada, la arrojó hacia adentro por la ventanilla. Extrañado, se descubrió oyendo el ruido del tren. ¡Del tren! Notable lo que puede oírse con la ciudad vacía: ¡las vías estaban a más de veinte cuadras! Conciente de que había estado manejando sin parar todo el día, medio encorvado por el dolor de cintura, corrió hacia el agresor.
—¡Estás contento, pelotudo! —dijo pateándole la puerta. No hubo respuesta. Se dio cuenta de que estaban solos, otra vez solos en medio de la avenida solitaria, en medio de un páramo, en medio del silencio pavoroso que infunden los monstruos dormidos.
Los semáforos cambiaron a verde y otra vez a rojo, pero nadie se enteró: el tipo del Falcon ni salía ni ponía primera.
Tucho se agachó frente a la ventanilla para espiar el interior, pero sólo vio su propia expresión furiosa reflejada en el vidrio polarizado. Esta imagen lo congeló: no conocía su cara furiosa. Sin interlocutor visible, y sin más ruidos que el tren ahora lejano, sintió un escalofrío.
Dudó un instante… y abrió la puerta.
Adentro del Falcon se retorcía un hombre de unos sesenta años, con el pelo desordenado y blanco. Con una mano se arrancaba los botones de la camisa, y con la otra se apretaba el pecho. Igual que destellos de un flash, pasaron por la mente de Tucho las imágenes desde el primer encuentro con el auto hasta el raspón; hiló la secuencia de maniobras imprevistas y comprendió el infarto del hombre. Años atrás había decidido hacer en el centro de salud del barrio un curso de RCP y primeros auxilios: luego de “resucitar” varios muñecos a puñetazo limpio, le extendieron un certificado que jamás miró. “Vine porque me dijeron que la enfermera te enseña el boca a boca”. Pero una vez debió entablillar a un chico herido y también asistir a una parturienta que no llegó al hospital, y todo lo hizo con eficiencia de médico. “La vida es caprichosa, —decía— se te sube al taxi en una esquina cualquiera, y ahí mismo puede parir”. Tucho había llevado mil veces esa vida de urgencia, esquivando millones de demonios que le tiraban el auto encima.
Miró a su alrededor. La pesadilla en la que deambulaba por una ciudad desierta se había cumplido: sólo quedaban dos habitantes, y uno agonizaba.
Sin darse cuenta, se encontró arrastrando afuera al hombre ya inconsciente. Pudo ver algo curioso sobre los pedales: una torta de cumpleaños partida en dos. Uno de esos héroes infantiles, sin duda El Hombre Araña, se había desprendido de la decoración, y con sus brazos desbaratados yacía en la misma posición que el conductor.
Con sumo cuidado, colocó sobre el asfalto al tipo.
Su mente ahora rebuscaba los muñecos aporreados del centro de salud para que le dijeran cómo seguía la cosa.
Cuando acomodó la cabeza del moribundo, sudorosa y helada, lo reconoció, y el estupor lo dejó paralizado: no podía creer lo que estaba viendo.
Se miró las cicatrices de las muñecas.
—¡Belárdez! —gritó como si estuviera puteando.
El flash, ahora le destellaba imágenes dolorosas: chapoteos de agua, voces que le gritaban palabras incomprensibles y la picana. La picana que le había firmado la piel a fuego y que tantas noches lo despertaba en medio de una convulsión.
Cuando el Mono llegaba —años después supo que se llamaba Belárdez— todos se cuadraban. Una vez llegó en medio de una sesión, le arrebató la picana al que estaba de turno y saludó a un Tucho desnudo y moribundo hundiéndosela en la ingle.
—“buenas noches, ¿de qué vamos a hablar hoy?”
Los sonidos del horror se disiparon por un instante y el Tucho taxista se encontró de nuevo en la calle desierta sosteniendo la cabeza del infartado con ambas manos. Vio que en el bolsillo de la camisa desgarrada, le asomaba al Mono una tarjetita de cumpleaños infantil: ¡un dinosaurio con bonete!, si no fuese porque él mismo era parte del horror se hubiese reído por la paradoja.
Asoció de inmediato la tarjeta con la primera imagen que percibió cuando abrió la puerta: la torta de cumpleaños. Un torta sin ningún embalaje, casera, como acostumbraba a hacerlo su propia mujer.
Para identificar al Mono no precisaba más datos, pero en el ventarrón de ese segundo, sus ojos se cruzaron con una foto que se había caído del interior de la agenda. En ella estaba el torturador con sus nietitas, y una de ellas era Vicky: la cumpleañera.
Quien no lo conociera, vería a un abuelo feliz, con la mirada transparente, compasiva.
Comparó esa cara tierna con la de perro rabioso que él tenía grabada y recordó su propia cara furiosa reflejada sobre el vidrio negro unos segundos atrás. A la inversa de esto, él no conocía la cara compasiva de Belárdez. Por un instante tuvo la sensación de que él era el Mono, y el moribundo a sus pies, era el lánguido Tucho de aquellas épocas.
Cuántas veces se había preguntado si Vicky Belárdez, la amiguita de su Luly sería pariente del monstruo. Sabía que vivía por el mismo barrio, pero nunca se animó a averiguar: amaba tanto a su nieta, que no quería manchar ese amor con el negro pasado que lo atormentaba.
—es increíble las cosas que uno ve en una fracción de segundo.
Ese tesoro que la vida le había regalado hace cinco años, y que él consentía hasta el más mínimo capricho, iba a comer una torta de las manos del demonio. Nunca esta vida caprichosa le había mandado tantos mensajes juntos, tantos que no alcanzaba a descifrarlos.
Ahora, sosteniendo la cabeza del Mono, lo invadía una profunda repulsión. Tuvo la sensación de estar apretando mil gusanos blancos y húmedos y apartó horrorizado sus manos. La cabeza sonó contra el piso. Los muñecos aporreados presintieron el desastre y comenzaron a gritarle desesperados las maniobras de resucitación, pero sus gritos se mezclaban con los de sus compañeros muertos, los que no llegaron a tener ni hijos ni nietitas.
Volvió el flash, y esta vez para quedarse, ahora sentía sobre su piel las cachetadas del Mono, las patadas en los testículos, las bolsas en su cabeza.
—¡matalo! —decían las voces de autos invisibles que pasaban a una velocidad vertiginosa.
Tucho cerró muy fuerte un puño y lo levantó con una ira que hasta hoy desconocía.
—¿qué hacés?, ¡idiota!, le decía el muñeco aporreado tirado bajo sus rodillas.
—es increíble las cosas que uno siente en una fracción de segundo.
—buenas noches, ¿de qué vamos a hablar hoy?
Tucho apretó aún más fuerte el puño y lo descargó sin piedad. Algún hueso crujió al partirse, y la tarjetita del dinosaurio de Vicky cayó sobre el asfalto.
Mil voces comenzaron a gritar, en un tumulto callejero sin rostros.
—¿Estás contento?, ¡basura!
—¡matalo!
—¿qué hacés?, ¡idiota!
—¿de qué vamos a hablar hoy?
Ciego de furia, descargó otro y otro golpe sobre el cuerpo del Mono; luego perdió la conciencia, embriagado en esa ira acumulada durante tantos años.
Despertó con los ojos turbios. Los médicos lo apartaron y el camillero lo abrazó diciéndole:
—Hiciste un trabajo impecable, viejo. Uno de los médicos se incorporó y dijo por radio:
—preparen el quirófano tres, tenemos una angio-plastía. Luego se dirigió a los curiosos que se habían juntado y les dijo:
—está fuera de peligro, tras lo cual felicitó a Tucho con un caluroso apretón de manos.
El público lo aplaudió, palmeó y vivó como a un héroe.
Miró alrededor y no pudo comprender de dónde había salido semejante tumulto, la ambulancia abierta, la policía desviando el tránsito y la gente, la gente inundando las veredas y las plazas.
La ciudad parecía haberse reconciliado con su caos. Tucho salió por la avenida y tres brazos se alzaron en distintos tramos de la cuadra. Le paró al primero. Hoy no habría cumpleaños y sería bueno remontar esos treinta y cinco pesos con cuarenta.

Alejandro Dinamarca
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