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blog de cuentos de Alejandro Dinamarca

22.6.05

La Ley de los Signos (cuento)

Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse;
antes al contrario, la hacen más profunda.

Gustave Flauvert


Parece mentira que hayan pasado diez años desde aquel amargo día. Es que uno aquí no se da cuenta, ¿sabe?: casi no vemos la luz, día y noche parecen la misma cosa.
¿Le dije que el fiscal me quería meter en la cárcel? Eso es lo que hubiese correspondido, sí señor. Me hubiese resultado un destino más decoroso. Pero la última pregunta que me hizo el juez fue decisiva. Entonces, me trajeron acá. Todavía no me quieren creer que no estoy loco. Si mi Lidia viviera, ella misma avalaría la horrenda acción que me mandó a este asilo. Pero, lamentablemente, ya no podrá declarar la pobrecita.
Me quedan sólo los recuerdos y, créame, no desearía otra cosa en la vida que perder la memoria. Imagínese que lo apuñalan con un cuchillo oxidado; así me duelen los recuerdos de Lidia.
¿Usted me preguntaba cómo nos conocimos? Bueno, le voy a contar. Fue en el tren a La Plata, a mí todo me pasa en el tren. Con una sola mirada supimos que éramos almas gemelas. Me senté a su lado y, entre charla y charla, le conté sobre mis creencias acerca de la Ley de los Signos. Le expliqué durante todo el recorrido cómo esta Ley regía la vida de cada uno de los seres de la Creación. Al principio de mi conferencia ferroviaria —el viaje duraría una hora y pico—, yo me detenía cada tanto para mirarla con cautela: otras mujeres, cuando les hablaba de este asombroso asunto, me estudiaban como quien intenta descifrar un mapa de Calcuta. Pero ella lo comprendió inmediatamente. Ella, mi Lidia. ¿Cómo dice? Ah, usted no se preocupe: ya le voy a contar de qué se trata este tema y verá que también lo comprenderá. Pero ahora quiero seguir recordando aquel primer encuentro.
Decía que ella la comprendió rápido a la Ley, tanto que comenzó a aplicarla en el acto. Me dijo que yo le gustaba, pero que aún no podíamos iniciar ninguna relación, ya que nuestro encuentro había sido imprevisto. Decidimos entonces, antes de despedirnos, que a partir de ese instante comenzaría nuestra búsqueda mutua: debíamos hallarnos de alguna manera, pero a condición de carecer de datos, direcciones o cosa parecida. Establecimos que ni siquiera contaríamos con un área determinada de la ciudad, nada. Si el destino quería que nos volviéramos a ver, se produciría nuestro encuentro en sentido positivo. Entonces, ya nunca nos separaríamos.
Pero pasaron los años y no volvíamos a cruzarnos. Cada día, cada noche, cada momento de mi vida estaban destinados a buscarla. Al final, perdí las esperanzas. Claudiqué. Parece que a ella también le pasó lo mismo.
Entonces decidí entregarme a la soledad. Andaba como un paria, todo el tiempo con una nube gris que me goteaba en la cabeza. Hasta que una mañana, sin haber salido a buscarla, la volví a encontrar. En ese momento tuve la sensación de que mi destino aún podía cambiar, que todavía era posible. Por un momento sentí esa comezón agradable de la que siempre se engríen los felices.
Antes de contarle qué pasó en este segundo encuentro, déjeme explicarle acerca del funcionamiento de la Ley de los Signos; si no, usted también va a pensar que estoy loco.
Comience por convenir conmigo en que toda búsqueda es positiva. Ergo, los hallazgos que produce dicha búsqueda siempre mantienen el mismo signo positivo. En cambio, los encuentros fortuitos, aleatorios, son de naturaleza negativa. Si tiene alguna duda, mire los sinónimos que le caben a dicho término, “fortuitos”: “imprevistos”, “indeseados”, “impensados”… es decir: no prever, no desear, no pensar. No obstante, hay algunos más piadosos: “ocasionales”, “casuales”, “azarosos”; pero todos conservan la misma naturaleza negativa: nos hacen desviar el camino. Y no hay nada que deteste más en la vida que desviar el camino.
Usted calificará a lo mío como de obsesión o manía. Dígalo como le plazca. Lo cierto es que desde chico me apasionó esta convicción: todo debía tener una dirección deseada, planificada. Ese era mi positivismo positivo. ¡Ojo! Yo no creo que sea una redundancia: también tenía mi positivismo negativo, ya le voy a contar. ¿Improvisar? ¡Horror! ¿Cambio de planes? ¡Vade retro!
Para los que me conocían, yo era un niño caprichoso. Cuando dejé de ser niño, descendí a la categoría de “bicho raro”. Y ahora, que soy grande, me dicen que soy un loco de mierda. ¡Eso es lo que ellos creen! ¡No es la primera vez que llaman “loco de mierda” a un pionero!
Usted se preguntará cómo fue que descubrí el funcionamiento lógico de la buena fortuna. Creo que a partir de un hecho que me marcó para toda la vida.
Era domingo. Yo tendría ocho o nueve años, y había decidido ir al cine del pueblo. Esto es: realizaba la búsqueda —acción de claro sentido positivo— de una película de Tarzán. Faltaba mucho para que empezara, pero yo iba corriendo —todos los chicos van corriendo a todos lados—. Cuando cruzaba la placita vi de reojo algo que brillaba, pero pasé tan rápido que no alcancé a traducirlo. Frené. Ahí cometí el primer error de mi vida: volví sobre mis pasos —acto de pleno sentido negativo. Lo demás daba lo mismo, el objeto hallado podría haber sido cualquier cosa. Porque, sea lo que fuere, produciría el mismo efecto: se cumpliría la voluntad de dicho objeto y no la mía.
Era una costosísima billetera de cuero de víbora, y ni podía compararse su valor con todo lo que tenía adentro: ¡una fortuna! Sin pensarlo dos veces, me olvidé del cine, de Tarzán y de la mona. Salí como un cohete para “El Palacio de las Bicis”. Hacía meses que tenía una entre ceja y ceja. Era roja, metalizada, japonesa… ¡Hermosa! Por supuesto que jamás pensé en devolver el dinero ni en cómo explicaría la compra a mis padres ni en nada. Para mí sólo existía el presente, y era rojo y japonés.
Antes pasé por lo de Pascual, que era el portero de la escuela. El pobre Pascual perdía el sueldo en los naipes no bien lo cobraba, así que siempre estaba para cualquier cosa. Le tiré cincuenta pesos y le pedí que me la comprara él, usted sabe, para evitar esas preguntas que le hacen a un chico cuando anda con mucha plata. Lo primero que hice fue ir a la salida del cine para exhibir mi nave. Poco me costó ser el centro de la rueda. ¡Había que ver las caras de mis compañeros!
Luego invité a todos a la “Trieste”, la creadora del “Mostro”. ¿Lo probó alguna vez? ¡Espectacular! Tenía, además de cuatro gustos de helado, frutas de toda clase, salsas, grana y chocolate. Casi nadie lo había probado por lo caro: siempre vasito, siempre cucurucho. ¡Má que cucurucho! Mostri per tutti gli amici!
Después me los llevé al parque de diversiones. A estas alturas, ya me levantaban en andas. Se iban sumando en cada esquina pibes que ni conocía; se ve que los de la turba les contaban, y ahí salían a aprovechar ellos también. Todos se habían aprendido mi nombre, como contraseña para la felicidad.
Nos alcanzó la noche frente a una gaseosa en El Central, terminando de hojear la parva de revistas que nos habíamos comprado con mi plata.
Cuando regresé a casa había un mal aire, un aire denso. Mamá lloraba, y papá repartía blasfemias por todos los rincones. Antes de contestarme el saludo, él me preguntó:
—¿Me querés decir de dónde sacaste esa bicicleta, vos?
—Es mía —le contesté.
—¿Tuya? —me dijo, desabrochándose el cinto—. ¿Y con qué la compraste?
—Con plata, ¿con qué va a ser?
—Y de dónde sacaste la plata.
—Encontré algo —dije paralizado por el terror, viendo cómo se enrollaba el cinturón en la muñeca—. Me lo encontré en la calle. Me encontré una billetera.
—¡Una billetera en la calle! —papá lloraba a los gritos, medio remedándome—. ¡“Me encontré una billetera en la calle”! No, idiota, no. Mejor tenés que decir: “Le robé una hermosa billetera a mi padre con toda la miserable indemnización que le dieron… ¡por haberlo despedido del trabajo!”
Tres meses inconsciente estuve en el Mater Dei. No le había alcanzado el cinto al animal, por eso me partió un sifón en la cabeza. Aunque lo compadezco un poco al pobre: sin trabajo, preso, separado, con el hijo en coma. ¡Había que aguantar semejante escenario!
Desde ese entonces, jamás he vuelto a recoger algo del suelo. ¡Y eso que encuentro cada cosas! Parece que me siguieran: anillos, relojes, ropa… No me tentarán. Sé que buscan hacerme retroceder, sé que el sentido negativo quiere adueñarse de mi vida.
Cuando recobré la conciencia, comenzó a revelárseme este asunto de la Ley. Le había oído decir a mi madre, señalándose la cabeza con el índice, que Pablito no quedó del todo sano después del “accidente”. ¡Pobre! No sabe lo bien que me había hecho el golpe. Ahora empezaba a ver todo con suma claridad. ¡Gracias, padre amado, por darme la luz a sifonazo limpio! Al principio la Ley había sido apenas un asunto de interés, como cualquier otro asunto de interés. Pero ahora la veía con nuevos ojos. Y después, con el colegio, se convirtió para mí en una obsesión.
En los recreos, yo siempre andaba con los más grandes, no soportaba a los chicos de mi edad. Un día les escuché hablar a esos gorilas acerca de la ley de los signos. ¿Se acuerda? La estaban estudiando en matemáticas.
Quedé cautivado en el acto. Había en ella algo que no puedo explicar, pero me abrió un panorama fascinante. No tardé mucho tiempo en convertirla en mi credo: “¡Más por más, más!” —recitaba a cada rato—. “¡Menos por menos, más!”.
Para poder armar mi notable teoría —que podríamos aquí denominar como “Teoría de la Aplicabilidad Universal Sígnica”—, tuve que dividir la ley de los signos en dos partes. A una, la primera, la llamé La Ley de la Vida, la que siempre suma, es decir:
(+ X + = +) /// (- x - = +)
La otra —me corre un escalofrío, le juro—, la de la muerte, la que siempre resta:
(- x + = -) /// (+ x - = -)
Y así se sucedieron días extraños, en los que esta ley me iluminaba cada vez más los arrabales del alma. Poco a poco, los signos me iban cambiando la vida. Hasta entonces, yo estaba abrumado por una especie de tiniebla. Tenía sí, algunas sospechas sobre el funcionamiento oscuro de la suerte. Pero no encontraba una ley verdadera para confirmarlo.
Después de ponderar una infinidad de hechos, después de estudiar religiones comparadas, después de zambullirme en las creencias de la New Age, me fue dado descubrir que la mismísima armonía cósmica dependía de esta ley. ¡No me mire así, estúpido! ¡No puedo explicarlo con la pedantería de un científico, no he perdido mi tiempo yendo a ninguna universidad; pero créame, así funcionan las cosas!
En el colegio comenzaron a tratarme distinto. Si no fuese porque me sentía absolutamente feliz, podría haber jurado que aquello era compasión.
La maestra me seguía de cerca, manteníamos largas conversaciones. En una de ellas, opté por revelarle el secreto del que yo era custodia fiel: le conté de los signos y del sentido positivo que rige la Creación y las míseras relaciones humanas.
—¿Cómo es eso? —me dijo.
—Sencillo, señorita: la vida es positiva; la muerte, negativa. Todo lo que tenga que ver con una u otra, se comportará de la misma manera.
—A ver, a ver. Explicate un poco más.
—Está bien. ¿Usted tiene novio?
Me miró raro.
—¿Por?
—¿Tiene o no tiene novio? —insistí.
—Tengo, pero...
—¿Usted lo eligió?
—Bueno… ambos nos elegimos.
—¡Vamos, señorita, eso existe en las novelas solamente! ¿Alguien se lo presentó?
—Sí, me lo presentó una amiga. Pero a vos qué te imp…
—… esa amiga la ha matado —interrumpí, señalando su pecho como quien dispara un dardo—. Y el proyectil fue su novio.
—¡Qué decís, Pablito!
—Usted abandonó la búsqueda del hombre que seguramente deseaba. ¡No, peor! Su amiga la hizo abandonar. Eso para usted es sentido negativo. Es, de alguna manera, morir.
—¡Me asustás, ¿Cómo podés pensar esas cosas con tu cabecita tan chiquita?
—Es que me la agrandaron de un sifonazo, señorita.
Usted se pensará que la infeliz optó por eludirme. Nada que ver: hasta me parece que la convertí al Signismo y todo.
Es muy difícil hacerle entender a alguien este tema tan simple y tan complejo a la vez, sobre todo si ese alguien tiene el cerebro menos flexible que una teja. Pero fue sólo Lidia, mi Lidia, quien lo comprendió al instante… Y yo, lo confieso humildemente, no supe cómo tomar la nueva dirección que se me presentaba.
Le había prometido a usted que le contaría acerca del “positivismo negativo”. Acuérdese:
(- x - = +)
Es decir, que si la cosa arranca en sentido negativo, uno debe seguir con el mismo signo para lograr finalmente la felicidad: “el más” de la cuenta.
Así, en negativo, se había producido también nuestro segundo encuentro con Lidia. Sin esperarnos, sin prevernos, sin pensarnos. Evidentemente, ambos nos habíamos resignado a la derrota: ella estaba junto a un tipo de lo más desagradable, y yo iba del brazo de una chiruza que ni me acuerdo el nombre.
Ambos sabíamos que el encuentro era fortuito. Por ende, si queríamos que prosperara una relación —recuerde lo que le dije al principio sobre esta clase de azares—, debíamos conservar la misma naturaleza negativa.
—Nadie me espera —me dijo.
—A mí tampoco —le contesté.
Aunque nuestros amantes nos miraban con la mandíbula a la altura del pecho, todo iba bien, todo sumaba.
—No tengo a dónde ir —le dije.
—Yo tampoco —me respondió.
Se me ocurrió una salida ingeniosa que me hubiese mostrado como un tipo de mundo y sagaz: responderle con algo como “Pues si no tenemos a dónde ir, entonces vayamos juntos, hermosa”. Pero luego, además de cursi, descubrí que era una positivísima aberración. ¡Ir! Si imperaba el negativo de no tener a dónde ir, ¡simplemente, no podíamos ir!
Nos miramos tristes, comprendiendo lo que seguiría.
—Entonces no podemos ir a ningún lado —dijimos.
—No —contestamos.
—Pues entonces, adiós —nos despedimos.
En un segundo, la tarde fue aplastada por la noche. Bajamos del tren y caminamos por el puente: ella con su tipo, yo con mi chiruza. Mi corazón estaba obstruido, defraudado. Habíamos hecho todo lo que mandaba la Ley, y ésta nos separaba otra vez.
Pero el genio siempre encuentra una salida digna de su genio. ¡Oh, Inspiración, que sólo te nos entregas a unos pocos egregios en este mundo! ¡En ese momento me vino una idea que juzgo digna de mi preclara lucidez!
— ¡Lidia! —le grité. ¡Si no podemos ir a ningún lado, debemos quedarnos acá!
Y lo hicimos. Le tendimos una trampa a los signos. A partir de ese día venturoso, nos enredamos en una cadena interminable de cópulas entre palmeras, tras los bancos de la estación, en las salas de espera. Fue maravilloso.
Durante el día nos separábamos para ir al trabajo, y luego nos reencontrábamos en nuestro microcosmos neutral: la estación Floresta, allí los signos nos perdonaban.
Cuando llegó el invierno, el frío nos llevó a buscar una casa para vivir juntos. No sé si no nos dimos cuenta o si simplemente dejamos pasar callado ese enorme positivo. Nosotros —¡pobres inocentes!— seguíamos manteniendo una pretendida corriente negativa para salir adelante.
—Menos por menos, más —salmodiaba yo—. No te quiero.
—Menos por menos, más —repetía ella—. Yo tampoco.
—Igualmente, no podemos separarnos
—Claro que no.
Es así que, menos por menos mediante, manteníamos a raya el destino: como retrocede el artista marcial para desplegar su patada mortífera, siempre restábamos con miras a sumar. Sabíamos que en ese perfecto equilibrio negativo obteníamos la seguridad de poseernos mutuamente. La posesión era nuestro vínculo; el retroceso consciente, nuestra brillante estrategia.
Aunque… como dije antes: ¡pobres inocentes! Creíamos haber engañado a los signos cuando compramos la casita. Pero la ley de la muerte ya estaba cobrándose venganza. Poco a poco nos íbamos poniendo tristes. Quizá por tanta carga negativa que debíamos emplear para sostener nuestro hogar.
Yo me las arreglaba bastante bien, pero ella no se veía nada feliz. Y esa tristeza comenzó a generarme un poco de culpa.
Una tarde, quise alegrarla un poco con esas cosas superficiales que les gustan a las mujeres; ya sabe: perfumes, ropa, alguna fantasía fina. Yo se las di todas juntas. Quizá fue mucho, no sé. No tenía experiencia en hacer regalos. Como si fuera poco, pasé por la florería del barrio y le compré un hermoso ramo de rosas rojas.
Y después… Bueno, usted ya conoce el resto. Contesté puntualmente a todo el interrogatorio del fiscal, hasta que por último el juez me increpó:
—¡Y por qué la mató con tanta saña, Pablo! ¡Veinticinco puñaladas, Pablo! ¡Hay que sentir mucho odio para cometer un crimen con semejante alevosía, Pablo!
—Porque me dijo algo horrible —le respondí.
—¿Horrible, Pablo? ¿Se puede saber qué insulto es tan horrible para desatar ese final, esa orgía de sangre que conmovió a la sociedad toda?
—Sí… en un momento, la pobrecita no pudo más.
—¿No pudo más?
—No, lo suyo era incontenible. Y necesitó… necesitó decírmelo.
—¿Qué cosa necesitó decirle?
—Me dijo… me tuvo que decir que me amaba.

Alejandro Dinamarca

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