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blog de cuentos de Alejandro Dinamarca

1.10.05

DETRAS DE LA PUERTA

Detrás de la puerta

Alejandro Dinamarca



I

Se incorporó de golpe luchando contra cobijas enredadas. La había despertado la explosión —es decir, lo que ella creía que había sido una explosión—. Un chorro de ácido le bañó las vísceras, sintió cómo su corazón se evaporaba.
¿Otra vez?
¿Otra vez se presentaba uno de esos momentos?
Pero la noche parecía no haberse alterado. Quizá más tarde empezarían a sonar las sirenas.
Pasándose una mano por la frente, se preguntó en cuál de los dos mundos había explotado lo que explotó. Si es que algo había explotado…
¿Había escuchado, o había soñado que escuchaba? No podía asegurarlo. Lo que sí podía asegurar era que esta vez el momento se había dado de manera distinta.
¿Se habría metido —¡de nuevo, sí!— en los sueños de su David?
Lo que fuera, logró instalarle una imagen: ella, de niña, corriendo aterrada a los brazos de su madre, entre una pared flameante de sábanas tendidas. “¡El explotón, mamá, el explotón!”. Tenía casi dos años entonces, treinta menos que ahora.
Se sentó en la cama, intentó calmarse.
David, como siempre —o como nunca—, no estaba para protegerla. ¡Ni para protegerla ni para nada estaba David! Maldijo el día en que la empresa decidió entronizarlo en la Gerencia de Ventas Internacionales: desde hacía meses ella debía pasar largas noches de angustia, esperando que el señor gerentito de aliento mentolado regresase de sus kilométricas giras.
En la penumbra adivinó sus manos, se acarició el mentón y delineó las cejas. Eso es, se dijo: ya estás llegando al punto de necesitar asegurarte de que vos misma sos real.
El llegaría de madrugada. “La culpa —decía— la tiene este punto del planeta en donde nos mandaron a vivir. Nadie tiene en cuenta los horarios para estos lugares. Quizá cuando cumplan lo que me prometieron en la empresa…”. Y continuaba en su mente la escena de la mudanza. Se trasladaban a una ciudad más importante, en donde los aviones llegaban de día, y podía ir a buscarlo al aeropuerto con los chicos. O mejor aún: se mudaban a donde ya no tuviese que viajar.
Todavía reverberaban en los vidrios los ecos de la explosión: un rumor lejano y grave, como de truenos presagiando la peor tormenta.
Se levantó para ver si los chicos se habían asustado. Recorrió los dos pasillos atestados de adornos y juguetes, y los miró dormir tan suaves, tan ajenos, como debió dormir ella en las épocas anteriores al “explotón”. Volvió sobre sus pasos y se ovilló nuevamente en la cama.
Recién entonces se dio cuenta: no había encendido las luces en ningún momento, y los chicos siempre dormían con cortinas y celosías cerradas; por eso el departamento quedaba sumido en una profunda oscuridad. Pero, de ser así… ¿cómo demonios había podido verlos, sin luz?
Repasemos, se dijo. Puedo jurar que me levanté, desde luego.
Pero eso no era ninguna garantía: también hubiera podido jurar, tiempo atrás, haber hecho cosas que, evidentemente, no había hecho nunca.
Sin ir más lejos, se recordaba tomando café con David la noche anterior. Incluso se veía a sí misma quemándose las manos con la cafetera roja. Al levantarse, esa misma mañana, se las había mirado: perfectas, ni rastro de quemadura. ¿Cómo era posible?
También recordó un pequeño detalle: ya hacía años que había extraviado la cafetera roja.

II

Desde muy chica venía padeciendo de un sonambulismo pasivo: recorría toda la casa y realizaba acciones sumamente complejas… sólo que sin levantarse de la cama. Los padres observaban cómo movía los dedos, con una motricidad inusual en niños de esa edad. También sus brazos y piernas cruzaban el aire enrollados en las sábanas, que siempre terminaban en el suelo.
Al comienzo eran solamente sueños sencillos. Por ejemplo, creía estar en el inodoro luego de haber aguantado mucho. Recién cuando liberaba el pis caliente se daba cuenta de que soñaba, pero ya era tarde: el entorno la había engañado. El inodoro, el lavabo, todo parecía tan real… Luego descubrió que eso era muy común en casi todos los niños, y aún en personas adultas. Pero, con los años, los diversos escenarios y escenas que se sucedían en ese limbo fueron cobrando tanta veracidad, que llegaron a constituir una realidad paralela, una realidad de naturaleza inmaterial. Por allí se paseaba ella noche a noche, andando y desandando caminos de niebla.
Como conservaba alguna consciencia, si se despertaba en medio de la acción, podía hilar de inmediato todo lo actuado. Aunque también le llegaban parcialmente las imágenes al otro día, al levantarse. Analizando sus distintas experiencias, pudo deducir que esta naturaleza inmaterial se presentaba sólo cuando ella había vivido algo que la angustiaba. Ese “algo” era el conflicto, el disparador, el auténtico motor del libreto que ella protagonizaba en los sueños.
Pero cuando caía el telón de lo irreal y volvía al mundo corpóreo, se quedaba reconcentrada, conjeturando acerca de si realmente había hecho lo que había hecho.


III

¿Habría ido ahora a ver a los chicos?
Quizá la angustia por saber cómo estaban tras la explosión puso en funcionamiento la maquinaria onírica. O quizá no hubo tal explosión, quién sabe… Era tan real su segunda naturaleza, que de lo único que estaba segura era de que siempre dudaba.
Ahora, sentada en la cama, iba incursionando de a poco en... ¿la realidad? En la oscuridad del cuarto —ella había cerrado completamente las persianas—, pudo ver los contornos de los muebles iluminarse con violentas intermitencias. Al instante, un rayo descomunal desgarró la ciudad. Ella se incorporó enseguida, asustada primero, pero aliviada después, al comprender el origen del primer estallido: no había sido una alucinación. Al menos el sonido pertenecía al mundo verdadero. Un rayo real de una tormenta real.
¿Un rayo real que pudo verse aun con las reales persianas realmente cerradas?
Ya despierta ahora, recordó la escena en que iba a ver a los chicos. Encendió las luces y comprobó que jamás pudo haber ido: el pasillo estaba efectivamente atestado de juguetes, y le hubiese resultado imposible transitarlo con las luces apagadas.
Hizo un poco de espacio para poder caminar. Los niños, al igual que en la escena figurada, dormían.
Volvió sobre sus pasos y se ovilló nuevamente en la cama. Pensaba: “Esto ya lo he vivido”.
Cerró los ojos y miró la hora —¿cerró los ojos y, después, miró la hora?—. “Las cuatro y cuarto”, pensó, maldiciendo su mundo alucinado que ordenaba el tiempo a su antojo y que debía haberle permitido mirar la hora primero y cerrar los ojos después, como todo el mundo. Como todo el mundo, y no en un eterno alternar de FF y REW y vuelta a PLAY.
Sí, sí, eso era lo más horrible: la sucesión desordenada en el tiempo. La permanente convivencia del ir con el venir, del adelante con el atrás.
Su hermano, un ingeniero en informática, le decía que la culpa la tenía la era digital. Antes todo conservaba un orden lineal, analógico. El tiempo, la imagen, el sonido. Ahora uno podía abrir una puertita y entrar en cualquier parte de la película las veces que quisiera.
Reflexionando sobre esto volvió a dormirse, acaso dentro del propio sueño.


IV

Nunca había sufrido una guerra. Jamás bombardearon su ciudad.
Pero podría haberlo jurado: lo que pasó sobre su techo fue un avión de guerra en pleno combate. Lo había sentido descargar sus bombas minutos después. Comenzó a escuchar unas sirenas que parecían contagiarse los aullidos por toda la ciudad. Sonaba una, y sonaban miles. Pero ella ya estaba recostada bajo los árboles en San Pedro, a orillas del Paraná en una plácida tarde de verano. Precisamente del verano pasado: San Pedro, Davito y los chicos. Miraba el follaje tratando de descubrir alguna de las miles de chicharras que cantaban, pero sabía que era imposible: nadie jamás ha descubierto una chicharra entre las ramas. Y ya miraba una carrera de autos. Los motores regulando y regulando bajo el sol. Y de pronto la luz verde, y uno que gana la punta acelerando a fondo… y allí salen todos, bramando de agudo a grave. Ella escuchaba ese zumbido tan característico, esa estela sonora que dejan las chicharras convertidas en veloces Fórmula Uno. Así son estos bichos, decía David: se larga a cantar uno, y enseguida cantan miles.
“Eran sirenas —pensó, al tiempo que San Pedro se esfumaba—. Yo misma pude oírlas”.
Uno, en los sueños, realiza acciones disparatadas: habla con muertos, visita lugares fantásticos, cumple sus anhelos. Pero lo de ella era distinto. Nunca le sucedía en sus sueños nada disparatado, sólo la resolución de los problemas que la asediaban. En las épocas del colegio, si tenía que rendir un examen complejo, aparecía dando unos discursos admirables sobre el tema más difícil. Los profesores se miraban asombrados. Si alguna compañera temible la acosaba, en sus sueños le hacía pedir perdón de rodillas en los vestuarios, delante de todo el curso.
“Si. Eran sirenas” —volvió a decir palpándose las mejillas.
En el sueño o en el desvelo se le cruzó su madre, retándola, como de costumbre, porque pensaba que esas situaciones de sonambulismo sólo eran excusas para quedarse un rato más en la cama. “Ponete el vestido, ¡rápido!”. Ella saltaba de la cama, tomaba el vestido y se lo ponía. Luego se recostaba otro rato, haciendo tiempo hasta que su madre volvía a presionarla. “¡Te dije que te vistieras!” —le gritaba furiosa su madre. Ella se miraba… y no comprendía por qué aún estaba en camisón.

Había oído decir que en los sueños no hay olores ni colores. ¡Tonterías! Tendrían que acompañarla sólo un momento en cualquiera de sus “viajes”. Tantos y tan variados detalles contribuían a hacer cada vez más borrosa la línea de la frontera entre los dos mundos.
Pero lo más incomprensible llegó cuando David inició los viajes al exterior. Al saberlo tan distante y por períodos tan largos, un miedo extraño y creciente se fue apoderando de ella. Es así que comenzó a “escaparse” de sus sueños y, sin saber cómo pero poco a poco, fue metiéndose en los de él. David no comprendía cómo podía describirle la habitación del hotel de Barcelona, cuando ella jamás había estado allí, o el bigote cómico del gerente de Londres, antes de que David se lo hubiese descrito. Quizá hubo —habrá pensado él— un comentario breve que pasó inadvertido en alguna conversación telefónica… ¡pero tantos detalles!
Ella conjeturaba que Davito debía sentir cierta impotencia o culpa de no poder protegerla. Él debía saber en qué estado se encontraba el alma de su amada, no necesitaba que ella se lo contase. Quizá por eso es que puede haber dejado una puertita abierta en sus sueños: para dejar que ella se cuele en sus momentos de angustia.
“Amor, ese avión es el mío” —le había señalado David una madrugada. Ella miró hacia la pista y pudo ver el Boeing de Lufthansa carreteando: VUELO 2374, alcanzó a leer. Días después, cuando David llegó —uno de los pocos arribos diurnos—, ella estaba en el aeropuerto con los chicos, esperándolo. Según confesó David, su desconcierto había sido enorme. Él mismo esperaba sorprenderlos con aquel regreso anticipado: no les había hecho ningún tipo de anuncio.
Luego de cada viaje, él permanecía en casa unas semanas. Durante ese tiempo, ella jamás transitaba por la realidad paralela. Ni siquiera soñaba algo disparatado, como el resto del mundo. Sólo dormía toda la noche abrazada a él, como queriendo impedir una nueva partida.


V

Despertó con un estruendo más cercano: una ventana mal cerrada había hecho pedazos un jarrón oriental. Los árboles, las chicharras, los aeropuertos y el cielo soleado, remolinearon velozmente en torno al sumidero y desaparecieron. Quedó ella sentada en la cama, como el único objeto que no pudo escapar por la rejilla de un lavamanos gigante. Se levantó a cerrar la ventana. Luego buscó otra frazada y se acostó a esperar a David. No tardaría mucho.
La tormenta estallaba afuera.

Ella esperaba su regreso siempre de la misma forma: de espaldas, recostada sobre un lado y dejando libre el lado de él. David llegaba descalzo, y sin decir una palabra comenzaba a acariciarla como ella misma le había enseñado. Le gustaba ser carne yaciente en esos reencuentros, quizá para insinuar algún tipo de reproche. Poco a poco iba enloqueciendo entre caricias. Hacían el amor en esta misma posición, pero sólo el primer día. Luego todo volvía a ser normal.

Los truenos eran tan continuos que habían formado una pared sonora. Venciendo celosías y cortinas, los relámpagos traspasaban cada rincón de la casa.
Ahora sí, se habían despertado los chicos. Encendió las luces y corrió a su habitación. Los abrazó y les habló suavemente hasta que volvieron a dormirse. Miró el reloj de la sala: las cinco. Se lavó la cara en un intento por despertarse, pero estaba tan cansada que se acostó, sin poder calcular cuántas veces lo había hecho esa noche.
¿Y David? Si su vuelo había llegado en el horario previsto de las cuatro y media, no tardaría mucho.
Entonces ella vio que no había apagado la luz del baño, y que la canilla había quedado mal cerrada. Pero, con más ganas de dormir que de levantarse otra vez, se durmió sin importarle el reflejo.
Ruido de llaves. La llave de la puerta.
Se desplazó enseguida hacia un lado de la cama, adoptando la clásica posición de “reproche”. Sintió el beso sobre su nuca y, simulando dormir, se puso a escuchar cómo él se quitaba cada una de sus prendas: primero los zapatos —el saco seguramente ya lo había dejado en la sala—, luego las medias, la camisa, el pantalón, y —¡por fin!— el deslizamiento casi imperceptible del slip. Ya estaba totalmente excitada cuando él la abrazó. Después, lo habitual —que no era tan habitual: Davito siempre se aparecía con una nueva.
Cuando concluyó el primer encuentro, ella, sin dejar de darle la espalda, giró la cabeza y lo besó.
—¿Cómo te fue con los franceses? —le preguntó, la voz dulce.
—Bien, amor. Podríamos habernos mudado a París, si no hubiera…
—¿Si no hubiera qué? ¡Seguro les impusiste demasiadas condiciones, te dije que no los abrumes de entrada!
—Es que…
—Está bien, está bien, amor. Mañana lo charlamos, ahora dame esos besos que me decías.
Ella intentó darse vuelta para abrazarlo, pero él lo había hecho primero, muy fuerte: decidió conservar ese abrazo de oso que tanto había esperado.
—¿Te mojaste mucho para llegar?
El largó unas risitas intermitentes.
—No, no, hermosa. Quedate tranquila.
Luego habló ella un largo rato. Planes. Proyectos. Cambios. Él la escuchaba en silencio, acariciándole la cabeza.
Fue en ese momento que volvió a oír el rugido del caza de combate. Recordó la bomba y el rayo, y la duda sobre cuál de los dos estruendos había sido el verdadero, el real.
—¿Lo escuchaste? —dijo ella.
Esto no había sido una de sus alucinaciones. Ahora estaba despierta, bien despierta. Y contaba con David como testigo.
—Lo escuchaste, ¿no? —insistió.
—Sí, amor, lo escuché.
—Parecen aviones de una de guerra —dijo ella.
—No, corazón: es un avión de pasajeros, sólo que pasó muy bajo.
—¿Por la tormenta? —pregunto ella acurrucándose más.
—Sí, por la tormenta.
—Pero la explosión, Davito… ¿Por qué la explosión? Escuché también un estruendo, cuando pasó el otro.
—¿Qué otro? —preguntó él, con el tono de los que preguntan conociendo las respuestas.
Ella pensó con espanto que acaso había soñado antes esa escena. Que bien podría tratarse de una de esas jugarretas a las que el tiempo la tenía tan acostumbrada. Decidió callar.
El sonido del avión se tornó más grave. Escucharon un silbido descendente.
—¡Se va a estrellar! —gritó ella.
Él la acarició. Luego ella sintió sus hombros mojados. ¡Él estaba llorando! La abrazó más fuerte, pero algo había ahora interpuesto entre sus cuerpos. Algo como una delgadísima película de hielo viscoso, que ella prefirió ignorar.
—Amor —le dijo Davito dulcemente—, yo voy en ese avión…
Ella sintió un escalofrío y giró hacia él.
La cama estaba vacía.
Desesperada revolvió sábanas y frazadas, despedazándolas como un animal furioso. Se tapó con la almohada. A punto de gritar, un violento sacudón volvió a esfumarle sonidos, luces y olores de esa pesadilla. Se encontró jadeando, sentada en la cama, todavía con jirones entre los dedos.
Comprendió que se había quedado dormida luego de hacer el amor. “Fue sólo un instante —pensó—. ¿Cómo pude soñar tantas cosas horrendas en un instante? Luego se escuchó su propia voz, distorsionada por el llanto.
—Hubiera sido horrible, horrible —gemía, pensando que ya era tiempo de cambiar de psiquiatra.
Miró hacia el baño: la puerta entreabierta dejaba escapar un murmullo de agua. La luz estaba encendida. Recordó que ella misma se había olvidado de apagarla y de cerrar bien la canilla. Presintió otra vez la peor sospecha, y volvió el escalofrío: si esta acción la había realizado en la realidad paralela, nunca habría ido a tapar a los chicos, nunca se hubiera lavado la cara. Pero luego se tranquilizó al recordar también el momento en que Davito había entrado al baño para lavarse luego de hacer el amor.
¡Claro, idiota! —se dijo—. ¡Justo ahí te dormiste!
Se levantó vacilante. Ya no podía hacer nada que implicase una firme decisión. Hacía tiempo que la duda permanente la invitaba a la locura, instilándosela en pequeñas dosis de veneno.
Con pasos temblorosos caminó hacia la puerta. No le pareció extraño encontrarse de pronto entre una pared de sábanas flameantes, tendidas bajo el sol; sólo que ahora no buscaba los brazos de su madre para protegerse del “explotón”. En realidad, tampoco buscaba los de su hombre como objetivo final, aunque en ese momento deseara como nunca que él le saliese al encuentro y la abrazase. Lo que buscaba, y estaba absolutamente segura de que hallaría al empujar la puerta, era el fin de esa vida enturbiada de pesadillas.
Jamás le resultó tan largo el pasillo que conducía hasta el baño. Sabía que detrás de la puerta podía aguardarla tanto lo sublime como lo siniestro. Sabía que había llegado a un final. Pensaba en cimas, cuestas, cúspides. Imaginó un valle. Un valle iluminado con el recuerdo de las sábanas protectoras, con los dientes felices de sus hijos, con el aliento mentolado de David. Un valle de pendiente suave, que la dejaría llegar nuevamente a su casa, ayudada por jardines, caricias y un poco de Prozac.
Y también imaginó otro valle.
Un valle oscuro, en donde las garras de la muerte la arañaban y le despedazaban el camisón. Un valle maldito en donde sus hijos le pedían llorando acompañarlo a papá en ese viaje y ella accedía. Un valle en donde una única explosión se había llevado para siempre todas esas cosas tan queridas.
Las tinieblas de la locura estaban allí, detrás de la puerta. En otro momento de la cuesta se hubiese echado atrás. Pero esta vez no vaciló: ya no era tiempo de titubeos.
Tomó el picaporte frío, empujó. Y se abrió camino en la negrura.

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