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blog de cuentos de Alejandro Dinamarca

22.6.05

Funeraria "El Cerrito" (cuento)

—¡vamos Chiquito! ¡tire fuerte y no me mire con esa cara! Además el cajón está liviano, no se puede quejar. Yo no tengo la culpa de que hayan hecho el cementerio arriba del cerro.
Le dije mil veces a Don Cosme que había que mudarlo cerquita del arroyo, pero siempre me respondía que no podíamos bajar todos los finaditos con sólo dos burros —en ese entonces estaba también el Toti— y así nomás se fueron pasando los años, que sí que no hasta que un día cayó el Toti, entonces fue que no.
Para traer otros burros necesitábamos un mozo que le aguanten las piernas y las fuerzas para bajar hasta Vicuñas y comprarlos en los potreros, pero el Juancito, el último mozo que nos quedaba, bajó y ya nadie supo más de él.
Aquella vez, mucho antes de lo del Juancito, cuando todavía dependíamos de la municipalidad, me calenté y me bajé solo —¿se acuerda, Chiquito?. Seis días y seis noches tardé.
En el camino iba pensando lo que le diría al gobierno mayor. Enojado se lo iba a decir:
—¡es una vergüenza señor gobernador! Hace cinco años que el Honorable Concejo Deliberante de El Cerrito aprobó por unanimidad que nos faltan cuatro burros, —bueno, algo así— o que es menester el urgente aprovisionamiento de cuatro equinos —no, mejor que no, a ver si me dan cuatro caballos y no pueden subir ni a la entrada del valle ¡y yo que no sé como se dice burro en difícil!
Cuando llegué, lejos de atenderme el gobernador, me atendió un mocito de esos de ciudad que no saben distinguir entre el sur y el norte. Mucho menos iba a saber adonde estaba El Cerrito. ¡Tuvo que mirar el mapa el muy burro! — perdone por la comparación, y dígame si está cansado paramos un rato, total en este viaje no tenemos apuro—
Volviendo al mocito, después me dijo que llenara un formulario y que pronto nos iba a mandar al pueblo un camión con los animales. Yo me le largué a reír en la cara. Si pudiera llegar el camión —le dije— llevaríamos los finados en coche fúnebre como Dios manda.
El me preguntó si queríamos los burros sólo para enterrar los muertos y bajar la lana, y yo que nunca he mentido —usted lo sabe— le dije que sí.
El mozo se fue para adentro y a la hora volvió diciéndome que de bajar la lana se iban a encargar directamente los compradores en Vicuñas, y ellos mismos iban a subir las provisiones en cada entrega. Con respecto a los entierros —continuó— la municipalidad deberá encargarse de llamar a licitación para el servicio.
La licitación se hizo y la ganó —por supuesto— Don Cosme, que era el único que tenía dos burros en El Cerrito. Me acuerdo el día de la inauguración de la funeraria: usted parecía un alazán, ¡hasta lo habían bañado! Al Toti no pudieron bañarlo, ya estaba grande y muy caprichoso, así que le pusieron nomás los arneses y fue el primero que probó el carro.
Aunque en realidad el primero que lo probó en serio fue el intendente, ¡pobre viejo!, si hubiera sabido que estaba organizando su propio funeral por ahí se echaba atrás. Me acuerdo que estaba tan contento en la comilona de inauguración que organizó Don Cosme, que después de abrigarse con unas cuantas chichas, salió al patio en camiseta y se acostó en el carro fúnebre de chistoso que era nomás. Al otro día lo teníamos acostado, pero forrado en madera al pobre, el corazón se le partió en dos.
Lo que no sabíamos cuando lo estábamos subiendo al cementerio, es que estábamos enterrando a todo el pueblo.
Nunca nos habíamos numerado, pero hace rato que nos dábamos cuenta que íbamos quedando pocos, los jóvenes se iban y no volvían, y atrás se iban muchos de sus padres; además hacía como diez años que no llegaba nadie a vivir en el pueblo.
El caso es que un día vinieron los del censo, y contándolo al intendente llegamos al número justito para ser un municipio independiente, al morirse el viejo, se murió también El Cerrito, ya que no conseguimos ni de favor a alguien que quiera venir a estas alturas para completar el número.
Me acuerdo muy bien, fue el 25 de Julio que vinieron los del gobierno y nos sacaron la autonomía. ¿se imagina usted? Si no nos atendían como municipio lo que sería en adelante como una pobrecita delegación.
Y fue así nomás: nos olvidaron. Solamente cuatro veces al año nos entregaban las provisiones a cambio de la lana y lo poco que se producía en el cerro.
Una cosa fue ventajosa, eso sí: como ellos se manejaban a ciegas con todo lo que le decían los papeles, los contratos de aprovisionamiento los hacían en base al último censo, y desde ese día al año siguiente, no quedábamos ni un cuarto del pueblo; pero ellos preferían darnos de más a tener que subir a contarnos nuevamente. Es así que teníamos comida como para tres pueblos juntos, nada nos faltaba durante todo el año, éramos felices con nuestras ovejitas la chicha y la coca.
Casi sin darnos cuenta nos fuimos poniendo viejos y como es lógico, nos entró la preocupación por la muerte, preocupación, no miedo —usted sabe— cómo iba a ser el velorio, quien iba a poder subir a acompañar, pero por sobre todo: de dónde íbamos a sacar el cajón, ya que Don Chicho se había gastado el último y no teníamos madera ni para arreglar el rancho.
—Usted dígame si lo aburro con la charla, Chiquito, es que no quiero que se me haga maricón, es decir que sea-burra ¿me entiende? —perdóneme que me ría un rato, es que usted sabe que desde hace tiempo aquí le ponemos fiesta a lo entierros.
No sé muy bien cuando empezó esto de las fiestas, creo que cuando trajeron los parcos.
Como le contaba, como no teníamos nada de qué preocuparnos en la vida, nos empezamos a preocupar por la muerte y todo lo que encierra el último adiós. Por empezar, queríamos tener un buen ataúd, lustroso y elegante, que contrastara con todo lo rústico que es el pueblo, pura piedra y rama.
Fue entonces que vino la elección y nos dimos cuenta que nos necesitaban porque vinieron a ofrecernos de todo los políticos. Parece que en el pueblo los dos partidos estaban bastante empatados y que nosotros definíamos el resultado. Entonces nos dijeron que pidamos cualquier cosa a cambio de los votos. No necesitamos consultas entre nosotros, solamente unas miradas.
Para ese entonces quedábamos treinta y dos en el pueblo. Los del partido azul nos ofrecían sólo veintidós y diez más en el próximo año. No nos convenció, así que terminamos arreglando con los colorados en treinta y dos y por anticipado, antes de votar, usted sabe que los políticos después de la elección se hacen bien los burros —y perdóneme otra vez la comparación—
¡Qué lindo fue cuando llegaron! Yo nunca fui al cine, pero calculo que una película debe ser así. Los treinta y dos estábamos amontonaditos en lo más alto de la quebrada viendo como subía la larga hilera de ataúdes, ¡parecían hormigas de madera! de madera lustrada, claro.
Fue una fiesta esa noche —me acuerdo como si fuera hoy— pusimos en una bolsa los treinta y dos números y fuimos sorteando los puestos para elegir, ya que no todos eran iguales y de la misma calidad, según me contaron después los peones que los subieron, parece que tuvieron que ir hasta San Salvador para completar el número, ¡las cosas que hacen estos políticos por un voto!
A mi me tocó el veintinueve, así que no es de los mejores, pero sí, muy livianito para su suerte.
La fiesta duró hasta el otro día. Don Cosme estaba tan borracho que fue él mismo en hacer la propuesta. No tenía sentido —dijo— que la empresa se llamara “Funeraria Don Cosme”, ya que la mayor inversión había sido aportada por todo el pueblo, desde esa noche la empresa sería propiedad de todos los habitantes y se llamaría: “Funeraria El Cerrito”
Todos aplaudieron y bailaron como en los mejores tiempos. Fíjese usted qué curioso que de tanto amar nuestra forma de vida, comenzamos a amar nuestra forma de muerte, es así que decidimos ponerle un sello, y ese sello fue la fiesta,
Desde ese día, cada vez que se muriese alguno, deberíamos hacer una gran fiesta, con tarkas, sikus y cajas, bailar y chupar hasta el otro día en el que lo subiríamos al cerro.
Ya no nos importaba que el cementerio quede arriba, y si a usted le faltaba fuerza o se le atrancaba el carro, siempre alguno estaba dispuesto a empujar.
Doña Artemia y Urbana eran las encargadas de la preparación del finado. Lo dejaban hecho una pinturita, bien trajeado, perfumado y sonriente. Por suerte, todos morían sonrientes ¡también! ¡con la farra que les esperaba!
Parece mentira, pero empezamos a sentir un poco de envidia del finado, estaba ahí como el rey de la fiesta, y tenía todos nuestros honores y homenajes, contábamos lo mejor de su vida, llevábamos cosas hechas por él ¡que lindo!
Hacía muchos años que nadie bajaba a Vicuñas, por lo tanto nadie compraba ropas ni nada por el estilo, lo único que estábamos deseosos de estrenar era el parco. No se vaya a pensar que buscábamos la muerte, todo lo contrario, nos gustaba esa forma de vida, ese estado de esperanza. Cada día llevábamos nuestras ovejitas a pastar, hacíamos los quesillos y mascábamos nuestra coca, todos en paz, ¡éramos tan pocos! Nuestros días eran muy parecidos, hacía rato que no sabíamos cuando era sábado o domingo, y mucho menos Navidad o Año Nuevo, no sabíamos cuando era nuestro cumpleaños, así que las únicas fiestas que nos quedaban eran las de la esquila, cuando llegaban las provisiones, y la de los finados.
Poquito a poco se fueron yendo Antuco, Don Choke, la Palmira y todos los otros, menos mal que Urbana fue una de las últimas así que todos estuvieron bien presentaditos.
Me acuerdo —pobre Urbana— cuando le tocó preparar a la Artemia, su compañera de trabajo de tantos años: lloró. Hacía rato que nadie lloraba en los velorios, pero esa vez lo entendimos, y para acompañarla nomás, lloramos todos.
Casi se nos derrumba la empresa esa vez, me acuerdo. Fue un velorio triste. Menos mal que a eso de las diez el Virgilio tocó el erkencho y nos hizo despabilar a todos, después como si fuera poco pegó un grito y trajo jarras de chicha para todos y ahí nomás empezó el baile.
Urbana se recompuso y empezó a chupar. No paró hasta que se cayó cinco horas después. Decidimos dejarla durmiendo, para mí, que lo hizo para no acompañar a la Artemia, me parece que es la única muerte que no aceptó.
Después siguieron las fiestas normalmente, sólo cambiaron un poco cuando se fue el último de los musiqueros, entonces decidimos pasar la velada contando cuentos y jugando al truco, igual nos divertíamos a lo grande.
Cuando se murió la Urbana tuve que inventar un aparato especial ¿se acuerda? A mí me decían “el ingeniero”, porque siempre estaba haciendo algún invento ya sea para la esquila, para los corrales o alguna maquinita de ramas para las casas, pero esa vez tuve que pensar un buen rato. La Urbana se había puesto muy gorda y todos decíamos que el Chiquito sólo no iba a poder, ahora le confieso, usted disculpe, pero en ese momento yo tampoco le tenía fé, más viendo la montaña que formaba la Urbana acostada y lo que nos costó meterla en el cajón.
Así que inventé ese aparato con unos engranajes viejos para ir ayudando y trabando para que no se nos viniera en bajada. Cuatro horas tardamos. ¡pobre Chiquito! Me acuerdo que usted me miraba como preguntándome ¿y si la enterramos acá?
Desde ese entonces tuvimos muertos desprolijos, pero eso sí, siempre sonrientes.
Le confieso que desde el velorio de la Artemia no lloraba, pero cuando se fue Don Cosme realmente me puse triste y no tuve ganas de festejar, además usted en su calidad de burro, básicamente no chupa y nunca me gustó chupar solo. Fue en ese momento que me entró el miedo, ahí entendí que la verdadera muerte es la soledad. Con Don Cosme éramos como hermanos y más cuando quedamos los dos solitos.
El día que murió además de no tener ganas de hacer fiesta, tampoco soporté el hecho de tener que velarlo, no lo podía ni mirar —¿se acuerda?— Así que decidí enterrarlo de noche, ¡pobre Don Cosme! Creo que él sabía que finalmente no tendría fiesta.
Pasaron tres años ya y usted es el único amigo que me queda, Chiquito, nunca me voy a olvidar lo bien que la pasamos juntos. Le confieso un secreto, en realidad todo este tiempo estuve sintiendo un poco de miedo, no de la muerte, usted sabe que en El Cerrito nadie le teme a la muerte, pero sí me preocupaba, digámosle así, la idea de que nadie me fuera a enterrar y que me quedara muerto por ahí, en medio del campo y me comieran los caranchos.
Todos sabemos que eso es una mala señal, las guerras, los abandonos, los desastres han dado muchos muertos a los caranchos y no quisiera ser parte de esos errores de la humanidad, por eso he inventado una máquina, mi última máquina.
Cuando lleguemos arriba, usted va a ver una fosa mucho más honda que las demás y por eso, va a ver una montaña de tierra mucho más grande. Esa montaña está contenida por una especie de trampa de palos que yo mismo he colocado, todos son del techo de mi rancho —usted mismo me vio desarmándolo estos días— A esa trampa la sostiene un solo palo. En ese palo, y perdóneme por esta última ingratitud, va a estar atado usted.
Yo voy a bajar el cajón con un arnés y me voy a acostar tranquilo, sólo cuando cierre la tapa tendré que gritarle un poco para charlar.
Debajo de la tuna le puse un bebedero con agua fresca y bastante comida, si, ya sé que ahora no tiene hambre, pero cuando pasen las horas la va a tener, y también mucha sed.
El bebedero está un poco lejos, para llegar va a tener que tirar fuerte, usted no se haga problemas, cuando quiera vaya nomás y coma, yo sabré que la fiesta me la va a dedicar a mi.

Alejandro Dinamarca

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Alejandro ese fino hilo que manejás entre el mundo de los vivos y de los muertos (y sus necesidades) te hace muy especial como escritor. Te admiro porque llegás al lector con facilidad con tu narrativa clara. Y tus finales son realmente de antología.

 

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