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blog de cuentos de Alejandro Dinamarca

22.6.05

La Felicidad Completa (cuento)

Vos lo sabés perfectamente, sólo hay dos cosas que me obsesionan en la vida: Lucía y la música, en ese orden.
A Lucy la conozco desde la secundaria, y creo que no dejé de pensar ni una noche en ella. ¡Qué hembrita, por favor! Era el tema que saltaba permanentemente en los baños. Podías estar comentando los pases de Comelles o de Kempes y, sin darte cuenta, terminabas hablando del culo de esa pendeja. Claro, del culo es de lo que oficialmente a los dieciséis podés hablar, aunque a mí me tenían enloquecido sus rulitos. Sus rulitos y esos ojos, sobre todo, esos soles que, cuando me miraban —y eran pocas las veces que lo hacían—, me llegaban a temblar las piernas.
Doy gracias a la vida: finalmente hoy tengo mi mano enlazada con la suya, aún como de niña, suave; puedo sentir su cabeza tibia apoyada sobre mi hombro, sus rizos caen con brillo de cascada. Me perdía ese pelo ensortijado que daba una luz distinta en cada onda, y esas manos tan delicadas. Por supuesto que también me gustaba su culo, y gracias a eso podía charlar con el resto. ¿Te imaginás contándole de las manos y los rulitos al Bocha o al loco Tonetto? ¡Me desarmaban a patadas!
Cinco años de secundaria y no me animé, ¿me podés creer?, no me animé a decirle nada. Nada de lo que sentía, por supuesto, ya que de estudio y boludeces le gastaba la oreja. Cualquier ocasión era buena para preguntarle algo, aunque fuese por acercarme nomás y verle las pequitas de la nariz. Claro que a veces me ponía un poco denso, lo reconozco. Un día me dijo si le veía cara de mesa de entrada, con tanta pregunta. Me puse como un tomate. Encima me lo dijo delante del loco. ¡Qué mal! Todavía me gasta el loco, y eso que pasaron veinte años.
Siete novios le conté. Tengo anotado lo que duró con cada uno y lo que esperó entre uno y otro.
Siempre soñé con tenerla sólo para mí, y por fin, gracias a Dios… , bueno, después te cuento.
Te había dicho que mi segunda obsesión es la música, y eso es lo que elegí cuando me sorprendió el fin del colegio. Lamentablemente, mi viejo no eligió lo mismo.
Lucy optó por Buenos Aires, por medicina, por Pablo. Y yo, que “debía” estudiar para contador en Córdoba, me puse como loco cuando me enteré que no la vería más. Fue como una cachetada. ¿Viste esos que se ponen histéricos en las películas, y entonces los surten, después se calman, miran alrededor y empiezan a ver todo como si fuera recién hecho? Bueno, a mí me pasó lo mismo: ahí comencé a ver quiénes eran mis viejos, qué era mi casa; a analizar todo lo que había hecho en la vida. Y creo que fue la primera vez que lloré, primera y única: no sé por qué carajo no puedo llorar más, che. Ahí hice ¡pum!, ahí cambió mi vida.
Mis viejos eran el agua y el aceite; o el agua y la grasa, para ser más específico. Todos esos años, mi vieja y yo vivimos a la sombra del Señor Inmueble. Veinte años me llevó sacarme de la cabeza esas ideas incrustadas a fuerza de golpes. Propiedades. Bienes Raíces. Cómo me suena familiar esa expresión, incluso más que las palabras “mamá” y “papá”. Raíces… raíces en mi cabeza: las cortaba y crecían por otro lado. Cómo te vas a arrancar un pensamiento que clavó su raíz no bien saliste de la cunita, y que después te lo fueron regando día a día con regaderas llenas de mierda pura.
Mi viejo siempre me decía que la felicidad era una propiedad privada, un condominio de todos los que consiguieran meterse adentro. Por lo tanto, si yo no podía adueñarme de aunque sea un lotecito, no existía. Siempre me arengaba: “Nunca vas a poder tenerlo todo, nene, pero podés quedarte con la parte del león”. Luego me palmeaba y me decía: “¡La felicidad completa no existe! Pero, cuando tenés lo que te interesa, no te importa”. Papá era especialista en partes. ¡También, cómo no serlo! Con las comisiones que cobraba vendiendo casas primero, edificios después, y el país, cuando agarró parte de la manija. Claro que dejó un tendal de muertos, y que muchas partes con las que se quedó eran las que les faltaban a otros; pero él siempre se las arregló para parecer bueno y respetable.
En cuanto a mi pobre vieja —ella llevaba más años que yo soportándolo—, no sé si finalmente se volvió loca o se hizo internar para zafar de don Propiedad Privada. El caso es que largó el piano —que era su vida— cuando yo apenas entraba en la primaria. Mi abuela me decía que mamá había llegado a ganar varios premios y que mi viejo la conoció en un concierto. Ocho horas por día estudiaba en la casa de los Bustamante, hasta que don Inmueble le regaló un mueble: un Steinway de doble cola con el que se aseguró la propiedad definitiva de mi vieja, y también de su talento, dedos, sueños y demás. En los años que siguieron, mi viejo se encargó de demostrarle, lavado de cerebro mediante, que tocar el piano no servía para nada. Eso sí: nunca perdía la oportunidad de mostrarlo como un trofeo de caza a cuanto invitado traía a cenar.
Ese Steinway fue el cordón umbilical que me sigue uniendo a ella, un cordón ya no del cuerpo sino del alma. Mamá me enseñó en secreto, bajo estricto pacto de silencio, desde los pequeños Czerny hasta los enredados Liszt. Ni siquiera mi hermano lo sabía. Sin darme cuenta, me había transformado en un talentosísimo pianista: un pianista del silencio. Tocaba a la par de las grabaciones de Rubinstein y Gelber, ¡y no podía mostrárselo a nadie! Te imaginás si Lucía me hubiera oído antes, en una de esas…
El caso es que me comí toda la carrera de contador, y un buen día volví con el título bajo el brazo para buscar la “parte” que me correspondía. Don Inmueble me había convencido de que estudiara esa carrera tan ajena a mí, a cambio de asegurarme, gerencia mediante, un futuro económico resuelto. “Si querés minas, autos, casa, poder”, etc.etc. Parecía el mismo demonio con los ofrecimientos, ¡el miserable! Yo accedí no por todo eso, sino porque después de aquel meloneo, pensaba que efectivamente a Lucía no podría ganarla con un pianito.
Cuando volví, el sillón de la gerencia ya estaba ocupado. Lo ocupaba justamente mi hermano menor, que no había terminado siquiera primer año. Según mi viejo, —esto lo escuché tras la puerta—, mi hermano me daba diez vueltas en astucia. Me enfurecí, no por el puesto perdido, sino por la traición. Cuando la disputa subió a su tono máximo, mi viejo me dijo directamente que yo era un idiota, que no me daba cuenta de lo que pasaba a mi alrededor. Ahí nomás lo agarré del brazo y lo arrastré hasta el living. Mi hermano amagó a sacármelo pensando que lo iba a matar, pero yo le dije que estaba todo bien, que viniera si quería. Lo llevé al sillón y lo incrusté de un solo empujón entre los almohadones. Cuando me senté al piano lo miré, y vi que sus ojos todavía no comprendían nada. Luego le descerrajé el Mefisto de Liszt con tanta furia, que el piano se corrió hasta hacer tope con la pared. Perdoname la jactancia, pero fue una versión impresionante. Al terminar, se produjo el silencio más elocuente de nuestras vidas. Lo rompí yo, para preguntarle: ¿quién es el idiota entonces? Luego agarré mi título y lo rompí en tantos pedazos como me permitió el cartón. Todavía estaba sentado cuando se los metí en el bolsillo. Lástima que mi vieja no estaba para ver ese glorioso momento. En fin, ya hace un mes que murió la pobre, y recién ahora estoy saliendo un poco de la depre.
Pero quedé en contarte de Lucía. ¿Conocés ese vals que se llama “Seré tu sombra”? Bueno, yo lo podría haber escrito treinta mil veces. Te imaginarás que lo primero que hice cuando me fui de casa, es rumbear para Buenos Aires. No me llevó mucho localizarla y arreglar las cosas para que el encuentro parezca casual. A veces me desconozco: tengo tantas luces para urdir tramas y cuando tengo que hablarle… bueh, para qué te voy a contar. Nos hicimos amigos. La muy guacha nunca me abría una hendijita, o yo no me daba cuenta, no sé. Igual llegamos a salir mucho. Me tenía ahí, como por las dudas. Entre matecito y conciertito, yo siempre estaba para consolarla de sus separaciones. Hasta le empecé a enseñar piano al más grande de los hijos, el de Pablo, que fue su primer esposo.
No sé si habrá alguien con un metejón tan grande como el mío. “Obsesión”, dice el psiquiatra. Bah, es lo mismo. Quizá todavía queden raíces de la mierda de mi viejo, y es por eso que he buscado apropiarme de Lucy como uno de aquellos trofeos de caza del señor Inmueble. No sé ni quiero pensar. Temo que explote otra vez la burbuja como en quinto y la pierda para siempre. Como te digo, hoy puedo dar gracias: finalmente tengo su mano enlazada con la mía. Y tengo su cabeza apoyada sobre mi hombro. ¡Tengo sus rulitos, los que me enloquecían! Te juro que me caen por el hombro con el mismo brillo de cascada de cuando era pendeja.
En fin, como decía el Señor Inmueble, la felicidad completa no existe. Pero algo es algo, al menos tengo lo que me interesaba: allá abajo, al pie del barranco y con el resto que no quise sacar, quedó el auto de Lucy, destrozado.


Alejandro Dinamarca

2 comentarios:

Susana dijo...

Me pregunto Alejandro si este cuento es un poco autobiográfico. Susana

Martha Alicia Lombardelli dijo...

Es el estilo de narración que me apasiona.
El sujeto tratando de imponer algo de su deseo y la fatalidad o destino que le sale al paso. Creo que no hay otra cosa. Sólo eso.
Es el pensamiento de Hegel y la astucia del Espíritu Absoluto.
Afectuosamente Martha Alicia Lombardelli
Te invito a leer La Comedia Musical, Ideas Fijas o La noche del cerdo. En otro registro: vale la pena leer Leonor, muchacha fantasma o La laguna de los juncos.

 

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