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blog de cuentos de Alejandro Dinamarca

22.6.05

Día de Pesca (cuento)

Cargué todos los formularios, documentos y folletos como si fueran mis elementos de pesca. En realidad, esos papeluchos no estaban muy lejos de serlo: esa mañana me había propuesto atrapar un pez gordo, y no volvería a casa hasta no haber justificado el uso de aquella carnada.
Desde una cuadra antes espié la esquina del bar: el Turco y su séquito de ratoncitos obsecuentes ya se habían atornillado a la vereda. Al verme se acomodaron en las sillas todos a la vez.
No bien llegué, el Turco arrastró una silla de otra mesa, la empujó con el pie golpeándome la rodilla: entendí que debía sentarme.
—¿Vieron, muchachos? —dijo—. ¡El Beto se nos va nomás! —y me señaló con su chopp medio vacío, como si brindase por la novedad.
—Me voy nomás —dije—, si todo sale bien…
Los ratoncitos se miraron entre ellos con su única sonrisa. Y después, más serios, me miraron a mí.
—¡Y cómo no te va a salir bien, Betito, si siempre fuiste un tipo de suerte!
Los imbéciles siguieron con el envión de la sonrisa obsecuente, para convertirla en una sonora carcajada.
—Un tipo de suerte —repitió alguien, y el Turco le hizo un gesto para que se callase.
—Un poco de suerte voy a necesitar —dije—: los trámites son complicados.
—¿Y cuáles son esos trámites? —dijo, mientras agarraba la botella para servirme el fondo de cerveza caliente que nadie había querido tomar.
—Y… pasaporte, pasajes, visas de migración. En fin, todas esas huevadas.
—¿Y el laburo es posta? Mirá que acá la cosa está empezando a moverse.
—Sí, claro. Pero dudo que en este pueblucho de mierda me paguen como en Sidney.
—¡Epa! —dijo el Turco, enmarcado por nuevas risas—. ¡Puta que era ambicioso el Beto!
—¿Acaso está mal?
—¿Qué “acaso está mal”? —dijo, remedándome—. ¿Rajar del barco antes que se hunda?
Ahora las risas rebotaron en el interior del bar vacío. Juan, el mozo del turno tarde, hojeaba el diario detrás de la barra. Se sobresaltó cuando escuchó las risas y corrió a sacar tres cervezas de la heladera, pedido que evidentemente había olvidado. Las trajo a la mesa del Turco, y se las destapó casi con una reverencia.
—¡Por fin, lenteja!
Y cuando el Turco se estiró para alcanzar una, yo me le adelanté y la agarré primero.
—¿Viste? —dijo, aún con la mano en el aire—. Ya lo decía yo: ¡siempre ambicioso el Betito!
—Es que voy a extrañar la Quilmes —dije, arrojando a la calle la cerveza caliente y sirviéndome de la nueva.
El Rengo Lucho arriesgó una risita, pero el Turco casi lo clavó con la mirada.
—Y para cuándo —dijo, sin mirarme,
—Para cuando qué —me sequé la espuma con el dorso de la mano.
—Para cuando pensás rajarte, infeliz.
El calor en la cara me delataba la ira, pero me contuve al recordar que esa mañana yo había salido de pesca.
—Y, unos pocos días. A lo mejor un mes. Tengo que esperar el contrato de trabajo. Me dijeron que ya está en camino.
—Y te vas a limpiar chatas y encajar papagallos allá también —dijo.
—No. El enfermero se queda acá. Lo de Australia me gusta mucho más.
—¡A la mierda! Y qué carajo es lo que te gusta mucho más, a vos.
—Carne. La carne me gusta.
Se hizo un silencio, y algunos que iban a agarrar el vaso se frenaron.
—Me estás jodiendo. Te vas a amasijar en una carnicería, boludo.
—No necesariamente, pero sí entro en el negocio de la carne.
El Turco, sin seguirme el hilo, puso punto final: sin aviso, instaló el fútbol como nuevo tema. Pero yo supe que lo de la carne le había quedado picando.
A los dos minutos terminó la cerveza, se limpió el bigote. Y, después de negarme lo suficiente, dejé que me convenciera: el turco quería que lo siguiese hasta el Polara.
—Subí —me dijo.
—¿Para?
—Subí, Beto. Vos y yo tenemos algo que hablar.
Y subí. La cosa marchaba.
Arrancó fondeando dos o tres veces y, con un alarido de gomas, salió por la principal hacia el camino costero.
Anduvimos un rato en silencio. La ruta hacia la laguna estaba bastante despejada. El Polara roncaba monótono.
—¡Dejate de joder! —dijo de pronto ablandando la voz—. Quedate acá. Este es tu pueblo, Beto: tenés un buen laburo, y ahora hasta parece que van a poner una clínica gigantesca. Tenés los amigos… además no te olvides que es aquí donde viven tus viejos.
—Justamente por eso me voy, si parecen más los padres tuyos que los míos: se la pasan todo el día hablando de vos.
—Por algo será. Preguntales quién les ceba mate todas las tardes, quién les trae los costillares del frigorífico gratis, quién los lleva al banco a pagar los impuestos. Preguntales y vas a ver.
El bosque se iba devorando el pueblo poco a poco a medida que nos alejábamos.
—Yo también podría hacer todo eso —dije—, sólo que cuando llego de mi día entero de hospital ya están durmiendo. Y auto, ya sabés, no tengo. Hubiera podido tener este Polara… si no lo hubieses comprado, por supuesto.
—¡Qué…!
—¿No te había dicho que estaba ahorrando para comprarme el Polara del doctor Montes?
—Mira vos —dijo el Turco, burlón—: me vine a comprar el único auto en venta que había en todo el pueblo…
—Era el que a mí me gustaba.
—Ma sí, sobre gustos no hay nada escrito. Fijate las minas, por ejemplo. Con las minas pasa lo mismo.
—Mejor no toquemos el tema, Turco.
—Paula y vos estaban peleados, infeliz. Estaban peleados cuando fuimos esa vez al baile.
—Pero vos andabas atrás de la otra melli. Y sabías que yo estaba con Paula.
—La otra melli no me dio bola.
—¡Vamos, Turco! Paula me dijo que su hermana estaba muerta con vos. Lo que pasa es que no sé por qué carajo vos siempre querés apropiarte de lo mío.
De pronto un auto nos pasó por derecha, a mil. El Turco le rajó un puteada descomunal.
—Esas son las boludeces que siempre repetís —dijo—. Dejate de joder y no me llores más la carta.—Y después de un silencio agregó, pegando un puñetazo en el volante —: ¿Querés el Polara del doctor Montes? ¡Tomá el Polara del doctor Montres! ¡Acá lo tenés, boludo: si te quedás, te lo vendo y todo, así te lo podés meter bien metido en el culo al Polara del doctor Montes!
—¡Epa! Cuánto interés en que me quede. ¿No será que si me voy se termina tu reinado? No vas a disponer gratis de un idiota para cagarte de risa y quedar como un canchero. Además vas a tener que elegir por vos mismo en lugar de dejar que yo elija, para después venir y quitarme la presa.
—¡Uy, mírenlo al señor con personalidad!
—¿No me quitaste acaso también el laburo del frigorífico. Cuando te conté lo de la vacante fuiste a ver un conocido. A la semana estabas trabajando.
Mi andanada pareció confundirlo.
—Bueno, bueno —dijo—, aflojemos un poco. Vamos a pescar, que hoy está bueno.
Quedamos un rato en silencio. El paisaje era más y más verde. Unas pocas casitas se resistían, acá y allá. Pero la fronda terminaba por tragárselas.
El Turco frenó justo al borde de la laguna. No me convenía que se enojase demasiado, lo necesitaba blando.
—Ese laburo de la carne —dijo con su sonrisa ladeada— parece más para mí que para vos.
—Todo se aprende.
Entonces me mostró una credencial de algún sindicato o algo por el estilo. En la foto, el Turco había adoptado la pose del Rey de Todos los Carniches de Este Mundo.
—Es que yo ya soy un especialista —dijo—: me aprendí todos los cortes, las calidades. ¿Tenés lápiz y papel? Te puedo dibujar de memoria el mapa de la vaca y todo … Si tanto te gusta la carne, te puedo conseguir un laburo en el frigorífico… —hizo un silencio como de tormenta inminente, yo lo adivinaba sufrir—. ¡Dejate de joder con el viaje! —explotó de pronto, casi eructándome la Quilmes en la cara.
—Ni en pedo —dije.
—Ni en pedo —repitió, atontado.
—Que ni en pedo me pierdo esta oportunidad, Turco. Es lo más grande que me ha pasado en la vida.
Noté desesperación y desconcierto en el clásico brillito de la codicia que le empezaba a inundar los ojos. Volvió a eructar mirando la laguna. Y me preguntó:
—¿Tiramos la línea?
Asentí.
Se fue hasta el baúl del Polara a buscar el equipo de pesca. Yo abrí mi maletín y saqué mi carnada.
—Mirá —dije, extendiéndole el colorido folleto.
—Si está en inglés, boludo.
—Igual se entiende, leé.
Comenzó a triturar un inglés tarzanesco:
—International… Me… Meats Com.. pani. ¿Qué carajo es me-ats?
—Mits —dije—, mits. Carnes, qué va a ser.
—¡Cierto, mi laburo! —dijo, y se rió con la carcajada más idiota que escuché en mi vida.


Esa tarde pesqué. Pesqué uno grande. Lo llevé, lo limpié. Y a las diez estábamos todos comiendo en la vereda del bar.
Se dijeron las mismas idioteces de siempre. En un momento, el Turco aseguró que yo era uno de los pilares de la barra, y que mi partida iba a dejar un vacío importante. Por las miradas que se cruzaba con los ratoncitos, sabía que estaba mintiendo de la forma más descarada.
Temprano me fui. Aunque al otro día no me tocaba ir al hospital, igual necesitaba dormir: debía ultimar muchos detalles y quería mantenerme fresco.
A la mañana siguiente, el Turco se sorprendió de verme en el umbral de su casa. Salió con el pelo todo revuelto.
—Pará un cacho —me dijo.
Espié por la ventana: sobre la mesa de la cocina pude ver el vestido de Paula, ese que le traje de Córdoba.
Al rato, el Turco se vino con unas sillas, que sacó directamente a la vereda. Se metió de nuevo para adentro —escuché una risita, o no sé si la imaginé— y volvió con las cosas del mate.
—¿Y bueno? —me preguntó, dándome la pava para que me hiciera cargo.
—Es complicado… —balbucí rascándome la nuca.
El Turco se acomodó como para escuchar un cuento de la boca de su abuelo.
—Te venís a despedir nomás —dijo.
—Todo lo contrario —contesté—: estuve pensando lo que me dijiste, y realmente creo que, jodido y todo como sos, tenés razón. Me parece que este último tiempo estuve engañándome, o a lo mejor esta posibilidad de irme me sacó de quicio. Nunca me había pasado algo semejante: cuando las cosas vienen tan fácil… bueno, vos sabés…. Anoche lo pensé bien, y creo que no me gusta tanto la carne. Además, no sé cuánto tiempo más van a vivir mis viejos, y me entró el miedo.
La chispita del Turco volvió a encenderse. Yo continué, con voz grave:
—Yo me quedo, Turco. Creo que voy a rechazar la oferta de laburo y me voy a quedar por eso que vos me decías.
—¿Y qué te decía yo? —preguntó, rascándose la cabeza—. Ni me acuerdo qué te decía.
—Los amigos. Me hablabas de los amigos. Del pueblo, de mis viejos. Y…
Y no pude terminar la frase: el Turco miró hacia la mesa de la cocina como quien se acuerda de algo importante. Salió rápidamente, aunque regresó sólo con una bandeja de galletitas. Yo miré hacia la cocina: el vestido de Paula ya no estaba sobre la mesa.
—Y bueno, macho —dijo palmeándome—. ¡Hay que tomar decisiones en la vida!
—La decisión ya la tomé, Turco.
Me sacó la pava vacía y la fue a llenar. Cuando regresó, estoicamente se hizo cargo del mate,.
—Mirá —me dijo—: no quiero que pienses que es otra de esas boludeces que decís. Yo no pienso robarte nada. Pero si vos no vas a aprovechar el laburo, quiero que sepas que a mí me interesa —bajó el volumen, se aclaró la voz—. Este pueblo me tiene podrido —agregó en tono confidencial—. Me tienen podrido las mismas caras, los mismos cuentos. Ni siquiera tengo a mis viejos viviendo acá, ¿viste? Y en cuanto a Paula…
—… no tenés que explicarme nada .
—¿Cómo es la mano? —preguntó, ya de pie.
—¿Con Paula?
—Con el laburo, gil.
—Y… —dije—. Hay que hacer una serie de papeleo. Pero, si a vos te interesa, yo te voy a ayudar.
El Turco amagó a abrazarme, pero se contuvo: tal vez un orgullo secreto lo hizo echarse atrás. Yo continué:
—Mañana mismo empezamos los trámites. Eso sí: por ahora, no se lo comentés a nadie; se hace toda una pelota de cuentos y versiones que te terminan jodiendo. Yo les diré que finalmente no me voy y punto.

En menos de un mes ya tenía el Turco su pasaporte, un curso de inglés básico, los pasajes y cinco mil dólares para los primeros gastos. Los hijos de puta de mis contactos me los habían mandado sin chistar.
Lo último que abrochamos fue lo del “contrato de trabajo” y todas las innumerables cláusulas que la organización exigía: seguros sociales, de vida y de salud, vacunas hasta contra la diarrea, radiografías y mil incisos más. El Turco cumplió a rajatabla con el pacto de silencio: nadie había venido a despedirlo.
Los tipos no se andaban con chiquitas: me dieron el paquete en el aeropuerto, no bien el Turco entró en el avión. Todavía tengo los dedos manchados de tinta fresca: cincuenta mil verdes, uno arriba del otro. Tranquilamente podían no haberlo hecho: yo era un energúmeno miserable, podían haberme pisoteado como una cucaracha y conservado los cincuenta mil. Pero no: eran derechos dentro de su mundo torcido. Y eso que, al lado de estos, los mafiosos que yo había conocido parecían más buenos que el abuelito de Heidi.
Me quedé entre ellos, a la entrada de Embarques, en medio de un incómodo silencio que rompí con una ocurrencia estúpida.
—¿Cómo van a entregar los órganos en Sidney? —le pregunté al más grandote.
El gorila largó una carcajada que todavía recuerdo. Me señaló con su nariz la escalera de embarque: el Turco saludaba contentísimo.
—Así como van—me respondió, apuntándolo con el dedo—. En el envase.

Alejandro Dinamarca

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